Por Antonela Schiantarelli
«¡Guzmán, te vas a casa grande!», le gritó el comisario detrás de las rejas. Giró la cabeza, miró a sus compañeros y, antes de que pudiese preguntarles a dónde lo iban a llevar, le explicaron: «La cárcel, Chileno, prepará el mono que te vas».
Hacía una semana que Fabián «El Chileno» Guzmán (41) estaba detenido en una comisaría de Avellaneda. Tenía 26 años y era la primera vez que lo detenían. Sus 90 kilos de entonces, el buen estado físico y su temple, le evitaron problemas durante su breve estadía en aquella comisaría. Tal es así, que los de su celda no dudaron en darle algunos consejos para cuando le llegara el turno de irse. «Lo primero que tenés que hacer es armarte un fierro. Así ¿ves?», y le mostraron cómo se armaba. Le explicaron que el mono son las pertenencias personales envueltas en una frazada que se carga en el hombro,como si fuese un mono.
En Alvear lo recibió el jefe de sector. «Sos famoso vos ¿sabías?», le dijo. «Yo no soy famoso, no me hago fama por delinquir o por matar a alguien», respondió Fabián mientras lo llevaban al pabellón de «conducta». Con los consejos que le habían dado y su mono colgando, entró por primera vez en un pabellón. El cuerpo se le tensionó como nunca antes. Las penumbras, el bullicio y los muros, primero. El lenguaje, los códigos y la resignificación del encierro y la libertad, después. Pero todo eso desde cero. Había que aprender un mundo nuevo.
Entró al pabellón y, como en esos sueños -o pesadillas- que duran cinco minutos pero parecen eternos, escuchó sonar un silbato, luego, una orden: «¡Tírense a un costado!» Vio correr policías con escopetas y cuando todo parecía haberse calmado, lo recibió el «limpieza» del lugar (interno responsable del pabellón) y le explicó las reglas. «Te ponen los puntos el primer día, ahí manda el que pelea», dice Fabián. Y la primera pelea la tuvo ese día. Hacer gimnasia en la celda fue el motivo, uno de sus compañeros le dijo que se sentía ‘zarpado’ y unos internos que estaban más lejos -que conocían a Fabián de una villa de Lanús, donde vivió en su infancia- le enviaron una «faca» envuelta en una sábana, pero no la usó. Sus años como profesor y boxeador amateur antes de la cárcel facilitaron el knockout que le propinó a su rival y eso le bastó para estar tranquilo, al menos, durante la primera noche de sus diez años de condena. Tiempo después, esa experiencia y conocimiento del deporte le permitieron dar clases en los pabellones de una de las cárceles de máxima seguridad más importantes del país: Sierra Chica.
Un sábado a la tarde, Fabián partió desde la puerta de la FAB (Federación Argentina de Boxeo) y se metió en el subte «A» para ir hasta el mítico café Los 36 Billares. Era la primera vez que viajaba en ese medio de transporte. Durante casi tres horas, le contó su historia a LA NACION. Llevaba puesta una camisa apenas abierta, que dejaba ver una cadenita de plata con un guante de boxeo. Había traído fotos del gimnasio que armó durante su estadía en el penal de Sierra Chica (Olavarría), y material impreso de las exposiciones sobre HIV que dio mientras terminaba el secundario en la cárcel.
Hombre en guardia
La historia de Diego Indarte (28) es diferente. La única experiencia que tuvo con un deporte de contacto antes de quedar detenido habían sido algunas prácticas de kickboxing cuando era adolescente. Al boxeo lo encontró cumpliendo su condena en Sierra Chica: «Agarraba las vendas y el protector, y estaba desesperado por empezar, como un perro que espera que lo saquen a pasear. Estábamos con mucha expectativa por demostrar, nos daban una palmadita de confianza y eso nos ponía bien». Hoy, ya en libertad, da clases de boxeo a chicos de su barrio, en Lanús, y quiere terminar el secundario para poder estudiar Profesorado de Educación Física.
Sin embargo, su recorrido carcelario tiene muchos puntos en común con el de Fabián y, seguramente, con el de la mayoría de aquellos que han estado privados de su libertad. Por ejemplo, la experiencia de los traslados. Esta dinámica rompe los vínculos construidos, quiebra las rutinas, se pierden conquistas: la escuela, las clases de guitarra y canto que Diego dio en algunas de las unidades en las que estuvo alojado durante los cinco años que duró su condena. O las competencias de ajedrez y matemática que, además de demostrar lo que sabía, le permitían ver la luz del sol.
‘Irse de traslado’ hace que haya que empezar, otra vez, desde cero, pero con algo de experiencia. Desde cero la disputa del poder y el ocupar los espacios. Siempre, para darle un sentido al presente, a la indiscutible realidad que se está atravesando. Y fue en esa búsqueda de sentido que el boxeo apareció con fuerza dentro de sus experiencias carcelarias.
El encuentro con Diego fue en un café de Lanús, pocos días después de la charla con Fabián. Resonaban siempre las mismas palabras: cuerpo, encierro, tensión, alerta, lenguaje y códigos. Pero una se presentaba con más presencia: alerta.
«A los pocos días de salir en libertad, mi padrastro fue a despertarme. Me puso la mano en el pecho y me asusté, di un salto y me quedé mirándolo. ‘Quédate tranquilo que estás en casa’, me dijo. El cuerpo sigue procesando los días que estuve preso», explica Diego y es imposible no creerle. Su postura es inquieta. Mira de reojo y gira la cabeza. Sin embargo, está tranquilo. Tranquilo pero atento. Diego habla del desarrollo de un sexto sentido: le dice «estar pillo».
El poder se disputa en todos los ámbitos. Fabián y Diego lo entendieron. En ese contexto, se gana o se pierde poniendo el cuerpo. Adoptaron los códigos, asistieron a talleres y dieron clases de boxeo. Para ambos, el pugilismo fue un paréntesis del encierro y ahora, afuera, se convirtió en faro y horizonte a la vez.
A diferencia de Fabián, él tuvo su primera experiencia a los 8 años, cuando se escapó del hogar donde vivía y lo llevaron detenido a una comisaría de Constitución. De hecho, nació en un hogar de menores en el que su mamá estaba detenida al momento de tenerlo, a los 15 años. Parte de su adolescencia la vivió en diferentes institutos de menores, como el Almafuerte y el San Martín, ambos ubicados en la ciudad de Buenos Aires. El cuerpo apareció, entonces, como dispositivo de lucha.
Enmarcada en la efervescencia de la adolescencia, la energía de ese cuerpo era más potente aún. Necesitaba exponerse y ser vista. Diego cuenta que tenía mucha bronca, estaba enojado con su realidad y eso se traducía en mala conducta, fuera y dentro de los institutos. Pero los años traen, más tarde o más temprano, maduración. Y esa energía se transformó, la transformó -hubo decisión de por medio- en algo beneficioso para él y para otros.
-¿Tenés miedo de volver a la cárcel?
-Si tengo miedo, no aprendí la lección. En algún momento el miedo se pierde. Yo, en cambio, aprendí el valor de la libertad.
La experiencia del boxeo en la cárcel
¿Cómo es una cárcel de máxima seguridad? Fabián fue muy gráfico y escueto: «celda-patio, patio-celda». Esta estructura binaria traslada la rigidez hacia dentro de sus muros. Resulta muy difícil, en ese esquema, que vislumbren ciertos atisbos de libertad. Pero no imposible. ¿Qué es, entonces, la libertad entre muros? Las conquistas mencionadas unas líneas más arriba: la escuela, los talleres, el deporte. En un sistema cerrado como existe en las cárceles de máxima seguridad, hay una hora y media de patio a la mañana y otra hora y media a la tarde. El resto del día se trabaja, se estudia o se está ‘engomado’, es decir, dentro de la celda.
Para alguien como Fabián, que practicaba boxeo de manera amateur -fue sparring del Látigo Coggi una vez- y enseñaba desde antes de estar preso, este deporte estuvo presente desde el primer día. Siempre le funcionó como una descarga de energía y como estrategia para transitar el tiempo.
En Sierra Chica, con el apoyo de un policía y un profesor de gimnasia, logró crear un espacio para el boxeo. «Agarraba los jeans, los cortaba, los cosía, y así hice dos o tres bolsas. Las llené de trapos, de arena, de lo que había. Rompía mi colchón y con eso rellenaba las manoplas tumberas«. Fabián sabía que la falta de recursos no era un motivo para abandonar. No podía serlo.
Los policías iban a verlo entrenar. De a poco le enviaron internos que querían aprender y de a poco, también, la bronca que sentía la mayoría, finalmente, se redireccionaba. Cedía la violencia.
El poder se disputa en todos los ámbitos. Fabián y Diego lo entendieron. En ese contexto, se gana o se pierde poniendo el cuerpo. Adoptaron los códigos, asistieron a talleres y dieron clases de boxeo. Para ambos, el pugilismo fue un paréntesis del encierro y ahora, afuera, se convirtió en faro y horizonte a la vez.
Rompan cadenas
En el patio del pabellón 8 de la Unidad 40 de Lomas de Zamora, los internos estaban trotando. El cielo estaba gris y el aire, pesado. Se escuchaba cumbia de fondo y se sentía olor a comida. Una mesa pequeña junto a un modesto ring sostenía algunos guantes de box. Y una bandera con la inscripción «Boxeo sin Cadenas» recordó de qué se trataba la escena. Era claro: el boxeo se presentaba como comunión.
Fabián y Diego se acercaron a saludar al «Peka», interno referente de boxeo en esa Unidad, mientras que todos -penitenciarios y presos- se acomodaron frente al ring donde uno de los responsables de «Boxeo sin Cadenas», Marcos Arienti, presentó al árbitro internacional Mario González para que expusiera los tecnicismos del deporte. Luego llegó el guanteo, el momento más esperado de la jornada, donde algunos subieron a demostrar lo que aprendieron durante el mes.
El cansancio y la pesadez del clima, pero el orgullo y la felicidad de cumplir con el objetivo. Esa confluencia de sensaciones se veía claramente en los que estaban presentes.
Y luego, las palabras finales. Todos estaban en una ronda: los internos, Fabián, Diego, los integrantes de «Boxeo sin Cadenas», los profesores de gimnasia y las autoridades del Penal. Diego contó su experiencia con el boxeo dentro y fuera de la cárcel y pidió a los internos que cuidaran ese espacio. ¿Cómo se hacía eso? «Siendo disciplinado y sin soberbia, pensando en el otro; la libertad se gana gradualmente», respondió.
El programa «Boxeo sin cadenas» es un proyecto único en el país, que está vigente desde hace 6 años. Esta iniciativa colectiva propone, a través de diferentes convenios con el Ministerio de Justicia bonaerense y con la FAB, llevar este deporte a todas las cárceles de la provincia de Buenos Aires. Por ahora funciona en Sierra Chica y en Lomas de Zamora.
De esta manera, se presenta al pugilismo no sólo como espacio recreativo sino también como salida laboral para cuando los internos regresan al sistema socioeconómico. Ya que la FAB otorga credenciales a quienes hayan tomado las clases que brindan a través de este programa, como es el caso de Fabián, que actualmente es técnico de boxeo. La síntesis perfecta de este proyecto.
Fuente: La Nación (lanacion.com.ar)