Nicolino Locche llegó a campeón mundial riéndose del boxeo y de su sistema de celebridades y consagraciones. Lo hizo desarrollando una técnica personal e irrepetible: esquivar siempre, no pegar nunca.

Por Rodolfo Braceli

Agua. Eso es: agua. Le pido al eventual lector o lectora, que antes de empezar tenga cerca un recipiente con agua. Para poner algunos interrogantes en remojo y, finalmente, para hacer una especie de comprobación.

Voy a tratar de demostrar que “había una vez Nicolino Locche”, y que ese Nicolino era cierto, mientras maduran interrogantes referidos a la posibilidad de que alguien como Locche tuviese calce en el boxeo argentino y mundial del año 2013 después de Cristo

Así es: había una vez Locche. Lo mejor que hizo, por obra y gracia de sus padres, fue nacer, el 2 de setiembre de 1939, en Tunuyán, Mendoza. Su madre, más que romper bolsa, rompió el molde. Ya estoy entrando en desesperación: cómo hago para contar a los niños y jóvenes de este siglo 21 que Locche era cierto, que consiguió hasta el cetro mundial de los welter junior des-haciendo los mandatos del boxeo y del siglo. Cómo hago. Cuando lo veíamos al Intocable en las décadas del 60 y del 70, no nos era suficiente ver para creer. Si viéndolo era increíble, contado actualmente resultará inconcebible. Pero qué voy a hacerle, sepan disculpar: caigo otra vez en la tentación de contar y de analizar lo increíble inconcebible.

Todos somos únicos, pero hay algunos únicos que son recontra únicos. Locche llegó a campeón mundial de los welter junior mofándose, riéndose de lo que el boxeo y el mundo premian y coronan, con perdón de la palabra, con el “éxito”. Doblegó, hizo arrodillar a la violencia, sin violencia. Lo hizo desde el deporte más explícitamente cruel, en un siglo aplicado a la destrucción del planeta y sus habitantes. Y, además, en un país matador de vidas y violador de muertes.

Algunas cosas más imposibles consiguió él en su tiempo. ¿Cuántos, cuántos daban una moneda cuando Locche partió para Tokio a conseguir el cetro mundial? No sólo superó al temible Paul Fuji, lo hizo abandonar la pelea y el boxeo para siempre. Hoy Locche, con televisión por cable o sin cable, produciría el goce de un ring side millonario en cantidad de ojos y –otra vez con perdón de la palabra–, de “rating” y suculentos esponsores.

Es cierto que muchos periodistas de países lejanos han dicho que lo que perpetraba aquel Nicolino, con la impunidad de su candor, “no era boxeo”. En realidad tenían y tienen razón: no era, no es boxeo. Es algo que le rompía los moldes y las coordenadas a los mandatos del boxeo. Algo que hipnotizaba y seducía al arduo combate, lo zurcía con el hilito fino de la poesía hasta convertirlo en esa “otra cosa”, en la que la sangre y la machucación mutaban en semilla de risa y de alegría. Recordemos que los primeros tiempos de Nicolino en el Luna Park estuvieron atravesados de silbatinas y abucheos y monedazos despreciativos. Hasta comentaristas exquisitos como el maestro –tan extrañado– Ulises Barrera no comulgó con ese Nicolino que emergía de la por mucho tiempo cuestionada escuela mendocina de Paco Bermúdez. Pero ese mismo público, que con el tiempo fue persuadido y encantado por Nicolino, terminó adorándolo y celebrando hasta sus mañas y algunas picardías no reglamentarias. Aquel Locche transgresor que ni sabía que significa la palabra “transgresión”.

Nicolino tenía siete años, y para que se dejara de callejear su madre se lo llevó a don Paco Bermúdez, al gimnasio Mocoroa, el mismo donde estaba un tal Cirilo Gil. Al chico no le gustaba la escuela, ni entrenarse, ni andar a las piñas. Venía de un hogar pobre, pero con comida y abrigo. Era glotón, irresponsable, dormilón, embustero, jodón, vago y arrasadoramente alegre. La tardecita de su primera pelea como aficionado, iba en bicicleta y distraído se llevó por delante una carretela con caballos. Ya desde sus primeras peleas, subía al ring y se recostaba sobre las sogas para hacer cebo: sólo esquivaba trompadas. Eso agotaba a sus rivales. Siguió en esa: des-haciendo el boxeo feroz, y bajo la tutela del sabio Bermúdez fue campeón mendocino, argentino, sudamericano y mundial de los welter junior.

Nicolino, en su médula, abajo y arriba del ring, era un flor de vago. Pero no era sonso, no le gustaba que lo abollaran. Así fue desarrollando un don que vino con su prodigioso organismo. Visteaba, amagaba, esquivaba, clausuraba golpes del adversario antes de la salida. Una de sus claves: miraba hipnóticamente a sus rivales y entraba en complicidad con el público. A los terribles mandatos del boxeo los puso patas para arriba y a las leyes de este mundo pragmático y carnicero también. Intocable, le decíamos.

Y pensar que Nicolino pudo ser nadie. Cuando tenía diez años, estaba jodiendo a la orilla de una correntada y el agua lo arrancó. Un hombre casual extendió su brazo y lo recuperó. Ese mismo hombre, años después, fue arrastrado por esa correntada. Sin retorno. El pibe aquel resultó un boxeador único, traté de expresarlo en mi película: torero, encarnación de Chaplin, Gandhi y Zorba. Panadero del pan más escaso. Rompiendo todos los libretos, en el diciembre de 1968 se consagró campeón mundial en Tokio, al vencer a Paul Fuji, fiera temible que abandonó la pelea y también la práctica del boxeo. Para siempre.

Llegó, por así decir, a la cumbre del Everest en ojotas y con una remerita.

Un día le pregunté: “Nico, ¿qué te dice la palabra transgresión?” Me respondió: “Y… debe ser una loción para la caída del pelo”. El caso es que esta especie de Adán, con su ignorancia convertida en devastadora inocencia, transgredió boxeo y siglo desde un paisito ambicioso en el que si uno no es campeón mundial de algo es un reverendo pelotudo. En realidad, Locche fue un des-boxeador.

Nicolino, la estampa de un campeón (La Nación)

Intentaré la radiografía de alguien que no rompió el molde, en realidad rompió la máquina de hacer moldes.

Panadero en el ojo del volcán, eso fue. El borde de un volcán no es buen sitio para una panadería. Nicolino, aparte de torero y Gandhi, fue panadero. Panadero de la alegría, repartía lunas y medialunas, bollitos de risa. Milagroso panadero, capaz, con un guiño, con un amague, de desatar la multiplicación de las risas. El ring es el sitio de la crispación, de la sangre enceguecida, de la conmoción cerebral. Allí la risa no tiene nada que hacer. Locche soltaba panes allí, donde dos tipos suben dispuestos a arrancarse la cabeza. El boxeo es una actividad que explicita, sin hipocresías, la competencia feroz que triunfa sólo con la destrucción del otro. El boxeo no es diferente de nuestra sociedad. Nicolino tenía su panadería allí, en el borde del ojo del volcán.

Locche le hizo pito catalán a los mandatos sanguinarios. Primero recibió monedas y abucheos, después hizo al público y al espectáculo a su imagen y semejanza. La vida lo arrojó al cuadrilátero. Bien agarradito de su candor, consumó la paradoja de hacer estragos reconfortantes. Arrojado a los leones, no se dejó devorar por ellos. Pero tampoco los mató. “Para qué, si los leones son gente como yo. Si muere un león la mamá sufre, si muero yo mi mamá sufre”. Razonar no era su fuerte, pero así razonaba. Sigamos: ¿y qué hizo Nicolino con los leones? Se puso a conversar con ellos. Por esto, las peleas sin sangre de Nicolino debieran verse a la hora del desayuno. Desactivarían tanto celo y recelo, tanto diente y tanta uña. ¿Por qué? Porque “los hombres malos no son tan malos si uno los hace reír”. (Esto también lo dijo el Nico alguna vez, sin pensarlo, naturalmente.)

Así es, así era este gran burlador. Triunfaba sin pegar casi. Ganaba, no por puntos, no por nocaut: ganaba por persuasión. Sus rivales quedaban exhaustos de tanto y tanto errarle, de tanto pegarle al aire, al desesperante vacío. Cuando peleó por el cetro mundial extenuó más que pegó. Y si pegó, fue haciendo una excepción.

Así, con esas cordiales artimañas de pícaro, no necesitaba aplastar narices, ni mortificar hígados, ni cancelar neuronas. ¿Y cuáles eran las claves de aquel singular muchacho? Claves sencillas. Aunque lo sencillo no tiene prestigio a la hora del análisis, no importa. Aquí van: Risa, llanto, vagancia, tres rasgos de Nicolino. ¿Por qué será que nos reímos tan poco cuando ejercemos nuestros oficios? Hoy la risa depende del chiste. Y el chiste no es humor, no da alegría. Locche, así en la vida como en el ring, reía a lo niño. Fiel a su vagancia, trabajaba medio minuto por round. Siempre pésimamente entrenado, inflaba de risa sus fuelles internos, y hacía la fiesta: deponía la sangre. ¿Y su llanto? Era como su risa. Solía llorar con el impudor de un niño. Él vivía desatándose. Fumaba como loco, comía y etcétera a raja cincha. A cuatro días de sus peleas siempre estaba excedido de peso, y a partir de entonces debía resignarse a comer solo manzanas. Un Adán incorregible que ante el reto decía: “Ma’ sí ¿Quién me quita lo comido?” Llegaba famélico al día de sus “peleas”. Tras el pesaje devoraba pastas, empanadas, mejillones. Al ring subía en mal estado físico, pero relajado y más contento que la mierda. Psiquiatras, con Nicolino abstenerse.

Recuerdo una pelea alucinante, la que hizo con el extraordinario Joe Brow. Este, impotente, en pleno combate, se detuvo y lo aplaudió. Esa noche recibió una ovación interminable. Iba al centro del ring, agradecía y se volvía. Bermúdez, enojado, lo empujaba una y otra vez. Cuando le pregunté qué pasaba por su cabeza en ese momento de gloria me contestó: “Pensaba en las pastas que iba a comer. Loco, no sabé el hambre que tenía y estos culiao no paraban de aplaudir…”.

El gran dormidor, esa era otra de sus claves. Locche, cuando se acostaba se dormía como bebé después de la mamadera. No tomaba pastillas, suficiente con su soberana irresponsabilidad. Se pasó media vida durmiendo. El día de su pelea en Japón se mandó una siesta de tres horas; don Paco Bermúdez lo despertó para ir al estadio. En los camarines, ya con el vendaje, se acostó sobre la mesa de masajes y don Paco le puso una toalla sobre los ojos para evitarle los tubos fluorescentes. Al minuto escuchó un serrucho: Nico dormía otra vez. Un rato después le ganaría el cetro al temible samurai.

Como Chaplin, usaba la picardía para desactivar gigantes. Esa es otra de las claves del fenómeno Locche. La picardía, más de niño que de adulto, no la usaba para la usurpación sino para prescindir del esfuerzo y de la rudeza. En el ring, con los años, fue sustituyendo el músculo por las mañas. Esas picardías, al boxeador–torero–Gandhi lo convertían también en un Chaplin. Su semejanza con el genial cómico iba mucho más allá del modo de caminar: era más profunda, tenía que ver con la natural estrategia psicológica. El tenue Chaplin destrozaba a sus enormes rivales, no con la fuerza física sino con la de su pícaro ingenio. Se agachaba y las trompadas de los grandotes se estrellaban en las paredes. Abría puertas y los malos pasaban de largo. Locche fue Chaplin en el ring. Con sus esquives de felino provocaba la carcajada y establecía un circuito de complicidad con la multitud. Ringo Bonavena, celoso pero sabio, una vez me dijo: “Si tu amigo Locche boxeara en un ring cubierto con una gran campana de cristal, sin que se escuchen las carcajadas del público, ya no sería tan intocable”. Pero Locche, como Chaplin, contaba con el público. Las trompadas al aire descontrolaban y contracturaban a sus rivales. Convertidos estos en nudos de impotencia, él ya no necesitaba fatigarse pegando. ¿Pegar? Eso no se hace.

¿Y las cábalas? Se burlaba de ellas. Con decir que el muy pícaro llegó a inventarse una. Estaba por defender el título con Jöao Henrique en el Luna Park y salía a correr con un famoso profesor, encargado de custodiarlo. En la mañana del miércoles previo al combate del sábado, Locche volvió al hotel silbando. Bermúdez olfateó, le preguntó al profe: “¿Ya corrieron los cuatro kilómetros?” Inocente, el profesor le respondió: “Hoy salimos, pero a pasear. Locche me dijo que él no corre los días previos a sus peleas, por cábala.” Único. Vago de ley. No se entrenaba por cábala. En conferencia de prensa una vez le preguntaron qué consejo tenía para los jóvenes. Sobre el pucho dijo: “Que no hagan nada de lo que yo hice.”

(…)

Nicolino, pan y vino; Nicolino, alegría y vino. El Luna Park se sembraba de mujeres embarazadas cuando él jugaba a pelear. Asombra pensar que este eterno niño haya consumado su hazaña de Vida en una Argentina que anidaba a torturadores que hasta desnucaron la absurdidad. Nicolino nos sucedió. Siempre anduvo por el último borde de la cornisa. ¿Muerto de risa? No, vivo de risa, salpicándonos alegría. Galera bastón capa guantes de leves onzas, ¿banderillas para qué?, ¿furia, músculo crispado y puños crueles para qué?

Nicolino, ¿qué significa, qué fue, qué es? Un intenso animalito en estado de júbilo y de sol. Talón de Aquiles del boxeo y del siglo y del país carnicero. Criatura capaz de charlar con los hambrientos leones. Poeta porque no lo sabía.

¿Alguien podrá decir ahora que la no violencia es la máscara de la cobardía? ¿Alguien podrá decir ahora que la no violencia es imposible y aburrida? A la vista estuvo, a la vista está: la sangre y la machucación y la crueldad han bajado los brazos. ¿Y la risa? La risa a los brazos los alza, los enarbola. ¿Se puede ser panadero en un feroz cuadrilátero? Nicolino pudo. Por favor, créanme: Nicolino era cierto.

Fuente: (Informe Escaleno, fragmentos)