El 10 de diciembre de 1976, “El pequeño gigante” hacía su última aparición pública. Moría al mes siguiente, pobre, entre remembranzas, golpes y sombra.

Por Jazmín Bazán

“Soy un recuerdo”, le dijo Pascual Pérez al periodista Franco Mogni después de sufrir el primer nocáut de su carrera. Corría el mes septiembre de 1960 y tenía 34 años. Es decir, era un anciano.

Los boxeadores libran una pelea perpetua contra el tiempo. Sus cuerpos resisten hasta fragmentarse en mil pedazos; tantean la inmortalidad y se marchitan súbitamente. La historia del deporte enseña que la juventud siempre se impone. Cuando Juan Carlos Onetti describe la victoria de un campeón acabado en “Jacob y el otro”, el impacto parte de la inverosimilitud. Por eso, para el otro, un turco robusto de veinte años, la derrota significa la humillación, el abandono y la muerte.

Pascualito afrontó este destino con la mirada fija y en posición de guardia. Él sostenía que los luchadores nunca se quiebran (aunque los vestuarios solitarios fueron testigos de sus lágrimas). Añoraba, sí, a viva voz: los pagos, la vieja, las distintas posiciones del sol a lo largo de un día de labranza. Tuvo mucho tiempo para rememorar desde que el boxeo lo retiró, sin fe ni yerba de ayer, una noche de 1964.

La vida se había olvidado de él. Con la fortuna, se fueron los amigos. Para el periodismo se convirtió en noticia de ayer. Mientras surcaba los rings, siempre se pensó en relación con un adversario. En adelante se sentiría francamente solo. Algunos lo vieron lustrando zapatos en la calle Corrientes. Era difícil reconocerlo: parecía demasiado humano.

Cuando un cronista nostálgico lo entrevistó, Pérez negó tener problemas. No lo avergonzaban las changas ni la pobreza. Sus primeros recuerdos eran de manos encalladas y piel ajada por el sol; de correr tras sus hermanos entre las vides, para entender prontamente que la vida en el campo no es un juego. Bien lo sabía su padre, quien no dejó que el joven peleara hasta que la Federación Mendocina de Boxeo consiguiera a alguien que lo reemplace en sus tareas. Pascual era el menor de una familia numerosa y, sin dudas, el más fuerte. Su Valle de Uco natal lo endureció y le enseñó a no tener miedo. Allí, “romperse el lomo” no representaba una metáfora sino el resultado de cargar con la cosecha sobre el hombro para sobrevivir.

Desde que conquistó el oro olímpico en 1948, ya a nadie le importó quién había sido. El hombre desapareció para dar paso al campeón (argentino, latinoamericano, mundial). Cuando el boxeo se acabó, él corrió la misma suerte. Si eligió esconder sus penurias fue para preservar el presente, quizás lo único que le quedaba.

Aquéllos que lo conocieron en la década del setenta, lo definían como una persona amable y retraída que solía guitarrear en solitud. El 10 de diciembre de 1976, a los 50 años, brindó su última aparición pública con motivo de un evento en el Luna Park junto a Miguel Ángel Castellini y Víctor Galíndez. Llevaba un traje gastado y estaba flaco. Levantó ambos puños cuando los fotógrafos apuntaron con sus cámaras.

Perdía la vida un mes más tarde, el 22 de enero, como consecuencia de una insuficiencia hepática-renal. El día de su entierro, cientos de personas asistieron al Cementerio de la Chacarita. Debieron permanecer allí durante más de nueve horas ya que la empresa fúnebre se negaba a trasladar los restos hasta tanto se completara el pago del servicio. “Espero que sepas perdonar a aquellos que te engañaron y te traicionaron”, dijo ante la tumba Delfor Cabrera, parte de la delegación olímpica argentina en 1948.

Antes de cerrar los ojos, Pascualito pensó en los encuentros con Yoshio Shirai. Recordó las luces de Tokio, el día que se llevó el título frente a un estadio que quería verlo caer. Pero, sobre todo, evocó el preludio: cuando se enfrentó por primera vez al japonés en Buenos Aires y el Luna entero supo… supo que Pascual Pérez, el “León Mendocino”,

Fuente: La Izquierda Diario (laizquierdadiario.com)