A muchos ilustrados, a los que no les gusta el boxeo, les encanta hablar de Nicolino Locche. Dicen que en sus peleas no había crueldad ni sangre ni golpes brutales, que así sí el boxeo puede ser una práctica deportiva, un arte y no una batalla, nada de animalidad y mucho de gracia y entretenimiento. Entonces inundan sus argumentos con palabras y nombres para hablar de Nicolino: Chaplin, coreografía, delicadeza, finura, suavidad, baile, caricia.
Por Gustavo Varela | Revista Un Caño
Locche era todo eso, un tratado escénico más cerca de la literatura que de un ring; el título del mundo era como el Nobel, Tokio era Oslo y Fuji, el personaje derrotado de alguna novela de Mishima. Después citaban a Cortázar o a Hemingway o a Tristán Tzara, todos ellos intelectuales y amantes del boxeo, y el cuadro quedaba completo. Es decir, Locche era más una tesis que un boxeador. Y porque Nicolino se corría siempre daba con la esencia misma del boxeo: el miedo, lo propio de todo ser humano. Porque al fin el boxeador no es una máquina de muerte ni un resentido social ni la expresión de la violencia del margen. Un hombre boxea por la misma razón por la cual en la modernidad se fundaron los estados nacionales, es decir, por miedo; el Dios cristiano se escribe en el alma del creyente con “temor y temblor” y el hombre guerrea en su finitud contra el pecado como un boxeador que se enfrenta con su propia condición. Mantenerse, confiar en la permanencia, resistir, conservarse, cartografía de la finitud humana escrita en cientos de tratados, en cientos de novelas heroicas, en cada religión y en todas las ideologías. También en el boxeo. Locche hacía del temor una estrategia de guerra, casi sin puños, es cierto, pero todavía mucho más cruel. Se corría, se desplazaba, su cabeza era el tiempo mismo, un instante, feroz, que siempre deja de estar y se vuelve inaprensible.
El cuerpo de Nicolino nunca estaba en el ring a pesar de estar ahí. Entonces, ¿contra quién peleaban Fuji, el morocho Hernández o Kid Pambelé? Peor que la sangre propia es la nada ajena y peor que el cuerpo, su sombra. Porque el aire es más duro que la carne, Locche fue el más violento de todos los boxeadores; porque obligaba a su contrincante a enfrentarse a la miseria de repetirse a sí mismo en la ruina, de no encontrar jamás lo que buscaba. Allí donde iba el puño, allí no estaba Locche y en consecuencia el vacío, la desesperación de no dar con lo que se quiere. Claro que el fracaso no tiene moretones y entonces las peleas de Locche daban la impresión de ser un ballet de cuerpos encerados. Pero no, la demolición del oponente era todavía más brutal, acaso más perversa. El miedo, tan humano, lo llevaba a Nicolino por los costados de sí mismo, para ofrecer su sombra; y el oponente hacía de la sombra de Locche su propio hundimiento, el espejo de lo que no puede, silencioso, sin marcas en el cuerpo. Se veía a sí mismo como un ser impotente, estéril, que en el alma de un boxeador es como el infierno.
El boxeo es encuentro de cuerpos, músculos que se cruzan, que se tocan, sudoración compartida, golpes, abrazos, sangre mezclada. Son dos que se reúnen para inventarse enemigos hasta el final de la pelea. Una sociedad de tránsito atravesada por el miedo. En las peleas de Nicolino Locche no eran dos los que peleaban sino una singularidad y otra. No era un diálogo sino dos monólogos: el de Nicolino, de esquives y corridas; y el de su rival, con golpes al vacío y mucho de vergüenza, de estar expuesto a la risotada y al “ole”. Porque nada más absurdo que ver a un hombre chapotear en el aire, allí, sobre el ring, frente a una multitud que festeja su torpeza, meses de entrenamiento para tirar y tirar trompadas y no dar nunca con el cuerpo de su adversario; solo, expuesto, cansado e inútil, hasta quedar sin aliento, el oponente veía a su lado el abismo de no poder y eso lo iba demoliendo de a poco.
¿Arte, Chaplin, delicadeza? Acusar de brutal al boxeo esgrimiendo la pancarta Nicolino Locche es moralina de escritorio. El boxeo no es una danza de entretenimiento ni los boxeadores un par de esgrimistas asépticos e inteligentes. Locche golpeaba, como buen boxeador que era, pero no al mentón ni al hígado ni al pecho. Era más sutil pero no por ello menos violento que otros, tan agresivo y brutal como Monzón, Galíndez o Acavallo. El tomar conciencia de la propia miseria es la peor herida que alguien puede producir en su rival, una lesión interna que crece en silencio, que se mezcla con el resentimiento, el odio y la impotencia (un tema bien conocido después de tanta ilustración freudeana, después de tanto Edipo y tanta teoría sobre la humillación). Eso es lo que intuía Locche, esa era toda su estrategia: el saber que cualquier hombre se derrumba y cae a la lona cuando puede verse a sí mismo como un fracasado.
Publicado originalmente en el libro “La Argentina estrábica”, de ediciones Godot.