¿Puede un combate resolverse en las tarjetas, luego de 10 asaltos sin ninguna caída, y terminar con un boxeador muerto y el otro preso? Eso es lo que ocurrió con «la pelea más sucia de la historia». Un relato fatal que enlutó al boxeo y cambió para siempre, de manera dramática, la vida de los peleadores y de sus familias.
Por Luciano Carrera / LMNeuquen
Ya había pasado medio siglo de aquella noche fatídica, en la que Luis Resto pasó en solo segundos de festejar su triunfo más glorioso a convertirse en el tramposo más odiado en el mundo del boxeo. Pero ni la cárcel ni el olvido en el que vivía desde que volvió a ser un hombre libre parecían dolerle tanto como la culpa. Tomó valor y, empujado por el autor de un documental que contaría aquella historia, el puertorriqueño criado en el Bronx viajó hasta la casa de los padres de Billy Collins Jr. en busca de su perdón. La respuesta fue un portazo y la amenaza de que llamarían a la Policia si no se iba enseguida. Un doloroso silencio fue la respuesta cuando minutos después visitó la tumba de su rival, atormentado por lo que le había hecho con sus puños. Con esos puños llenos de trampa que les habían arruinado la vida a los dos.
En 1983, Resto era un boxeador del montón que cargaba con 29 duros años sobre su cuerpo. Salido de la pobreza, hijo de una madre soltera, pasó una niñez plagada de carencias y de golpes, lejos de la escuela y de un horizonte esperanzador. Tras mudarse a Estados Unidos de muy chico, había encontrado en el boxeo, como tantos otros, la chance de ganarse la vida. Pero su carrera promisoria como juvenil se convirtió en una foja mediocre como profesional, con 20 victorias y 8 derrotas, que no le había dado más que unos pocos dólares y que en esa segunda etapa servía para ubicarlo como un clásico probador.
La pelea que lo enfrentaría a la promesa invicta era el sueño de toda su vida. Dinero y flashes que nunca había conocido, un escenario mítico, el Madison Square Garden de Nueva York, colmado y con Muhamad Alí en primera fila, y transmisión por TV en la previa del choque mundialista de una de las estrellas de la década: Roberto “Mano de Piedra” Durán. No tenía nada para perder.
Billy Collins Jr. era su opuesto. A sus 21 años, el joven de sangre irlandesa había sido preparado por su padre, un boxeador respetable de los 60, para seguir sus pasos y alcanzar el sueño que le había quedado trunco: ser campeón del mundo. Con una técnica depurada y una resistencia de acero, Billy había sido criado en una familia de clase media sin que nada le faltara y había hecho todo lo necesario para transformarse en una figura del boxeo. Aplastaba a sus rivales, sumaba un triunfo tras otro hasta llegar a 14 (11 antes del límite, 8 en los primeros tres rounds) y se encaminaba a una chance mundialista. Era tal vez su última prueba para retar al campeón y colgarse el cinturón de los pesos welter. Las apuestas lo daban como amplio favorito. Ningún especialista creía que Resto podía vencerlo. Tenía todo por ganar.
Esa noche del 16 de junio de 1983, en plena era de los “Cuatro Fantásticos” (Durán, Hagler, Leonard y Hearns), el estadio desbordaba para ver a la nueva esperanza blanca. Los primeros dos asaltos fueron tibios y nadie imaginó lo que vendría. Sorpresivamente atado, menos agresivo que de costumbre, Billy no le encontraba la vuelta a su rival, que incluso metía algunas manos que parecían hacerle daño y se mostraba confiado y valiente.
La alarma se encendió en el rincón del joven cuando terminó el tercer round. Las cámaras de TV tomaban el rostro de Billy, que ya mostraba señales de estar pagando muy caro las manos de Resto. Desde ese asalto, la pelea se transformó en un suplicio para él. Aunque el veterano no parecía tenerlo al borde del nocaut, la cara de Collins era un desastre. Cada vez que se sentaba en su rincón, el rostro estaba más desfigurado, apenas podía ver y su resistencia física envidiable estaba herida de muerte.
“Yo siempre golpeaba mucho al cuerpo. Pero cuando vi su cara tan lastimada me olvidé de su cuerpo y busqué pegarle siempre a la cara”, contaría Resto un cuarto de siglo después. “No sabía que pegaba tan fuerte”, le dijo Billy a su padre mientras intentaban arreglar el daño que habían hecho las manos de Resto. Él le ofreció parar la pelea ante el temor de las secuelas que podían dejarle esas heridas abiertas arriba y debajo de sus ojos. Hubiese sido más una decisión paternal que la de un entrenador que impulsa a su pupilo a la victoria. Pero Billy se negó. Y le prometió que lo noquearía. Ya lo había hecho contra la mayoría de sus rivales. Por qué no podría con uno del montón como Resto.
Pero la parte final del combate solo estiró la agonía de Billy. Perdido, sintiendo cada embate de un oponente cada vez más confiado y feroz, la cara del joven talento de Nashville era un estropajo y él, un fantasma que deambulaba por el ring esperando la campana final. Que llegó como una brisa refrescante. El daño ya estaba hecho.
Resto celebró lo que iba a ser un triunfo cantado en las tarjetas. La cara de Billy era la de un hombre que se había mantenido de pie gracias a su entereza y a su preparación física. Con los pómulos y la frente notablemente inflamados, las cejas cortadas y sangre en su boca, Collins recibió el consuelo de su padre, que intentaba limpiarle la sangre de su rostro sin entender lo que había pasado en el ring en esos 30 minutos inesperados. Nadie lo sabía. Hasta unos segundos después, cuando el escenario se transformaría en un hervidero.
Antes de que Michael Buffer le anunciara al mundo desde el centro del ring su triunfo en fallo unánime, Resto fue a saludar a su rival con la confianza del ganador y con las cámaras mostrando en vivo su felicidad plena. Palmeó a Billy, lo abrazo cariñosamente y hasta le besó el cuello un par de veces como pidiéndole perdón por haberle pegado tanto. Luego fue a chocar las manos de Collins padre con una sonrisa de oreja a oreja. El ex boxeador le apretó un guante para cumplir con el trámite y sintió que algo no estaba bien. Lo apretó bien fuerte para comprobar la sospecha que empezaba a ganarle el corazón y Resto pegó un grito y empezó a buscar con la mirada a su entrenador, Panamá Lewis. Collins padre descubrió entonces que en los guantes del puertorriqueño estaba el secreto de la debacle de su hijo. “¡Todo el maldito relleno está fuera!», gritó, y pidió, también a los gritos, que alguien revisara esos guantes en medio del desconcierto que había ganado a todo el estadio. Resto festejó la victoria tras el anuncio oficial y se bajó rápido del ring al igual que Billy. Ninguno de los dos volvería a subirse a uno.
Mientras el destruido Billy era atendido en el hospital, con sus ojos cerrados y una cara de espanto, la Comisión de Boxeo del Estado de Nueva York investigó qué había ocurrido. Se supo entonces que Panamá Lewis le había sacado parte del relleno a los guantes de Resto para que causaran un daño letal cada vez que impactaban contra el rostro de Collins. Muchos años después, Resto confesaría que además le habían puesto yeso entre las vendas para transformar sus manos en un arma mortal.
Lo que pasó luego fue un calvario para los dos boxeadores. Resto primero fue suspendido de por vida, perdió el amor de su esposa y de sus dos hijos, y luego, a pedido de la familia Collins, debió enfrentar a la Justicia. En 1986 fue condenado, junto a su entrenador, a pasar dos años y medio en prisión por «agresión, conspiración y posesión de arma letal (sus puños)». Desterrado del boxeo para siempre, al quedar en libertad, sin un dólar ni un amigo, volvió a vivir de prestado en una habitación del gimnasio del Bronx en el que había entrenado en sus mejores años.
A Billy le fue peor. El daño que habían causado esos guantes adulterados le provocaron un daño irreparable en la retina de su ojo derecho. Los médicos le prohibieron volver a boxear porque podía quedar ciego. Tenía 21 años y todos sus sueños rotos. Sin el boxeo en su vida, Billy cayó en la depresión, el alcohol y las drogas, y aunque estaba a punto de ser padre, apenas nueve meses después de aquella pelea se estrelló con su auto contra un barranco y murió. Su esposa, embarazada, iba sentada a su lado y sobrevivió al accidente. El padre de Billy nunca creyó que aquello fue accidental. Y siempre sostuvo que su hijo había querido terminar con su vida.
Veintitrés años después, tras visitar su tumba, Resto se quebró. Llorando, contó por fin que había estado al tanto de la adulteración de sus guantes aquella noche, buscando una victoria en el ring y mucho dinero en las apuestas. Culpó a Panamá Lewis, quien burlando la sanción seguía inmerso en el mundo del boxeo (trabajaba en ese entonces con el campeón mundial Zab Judah), y lo enfrentó con una cámara encendida. Nunca consiguió sacarle la verdad de sus labios pese a su confesión. Tan solo logró el perdón de sus dos hijos y de la viuda de Billy Collins Jr. El campeón herido de muerte en la pelea más sucia de la historia.