El boxeo es la más descarnada representación del drama de la vida. Es el hombre y su lucha, desde que nace hasta que muere. Suele no haber atajos para evadir el dolor del vivir. No es el deporte de la ternura, ya se sabe, pero lejos del ring también hay más golpes que caricias.

Por Eduardo Lamazón (facebook)

Confrontar, caer, levantarse, cambiar el rumbo de las cosas, ganar y perder, gozar el abyecto placer de la venganza, mentar madres, sobreponerse a la adversidad, conjurar el mal fario de un destino malhadado, matar o morir. Igual arriba del ring que abajo de él.

No se boxea para destruir al adversario, a pesar de la metáfora. Se boxea para vencer.

El pugilato ha sido vilipendiado con largueza por un ejército de intolerantes que condenan la violencia que su práctica conlleva. Son ciegos a la realidad del mundo, la utopía con la que sueñan no existe. No hay abogados ni arquitectos boxeadores, la del ring es tarea de los más desabrigados por la sociedad.

Cuatro quintas partes de la humanidad viven en condiciones deplorables. La Organización Mundial de la Salud reveló que en el mundo hay mil cuatrocientos millones de hambrientos sin esperanzas. Esto es el estadio Azteca de la Ciudad de México catorce mil veces lleno. Miles perecen de inanición cada hora. Dos mil millones de seres sobrenadan estar vivos con un dólar por día. Otros hombres, más afortunados, al mismo tiempo, impúdicamente, se empeñan en cerrar las pocas puertas que tienen abiertas los que no tienen nada. Negarles la sola oportunidad que encontraron para apostar una ficha en la ruleta de su existencia, es lisa y llanamente matarlos.

«Combata la pobreza, mate un mendigo», decía una pinta irónica en una universidad europea, exhibiendo las soluciones que algunos tienen para hacer del mundo un mundo mejor. Siempre ha habido señores de cuellos y puños almidonados, incapaces de sentir piedad, pero, eso sí, muy educados, acicalados con prurito aristocrático, que se horrorizan por la práctica del boxeo. ¿Cómo será el mundo aséptico y pudoroso que proponen? Tal vez un mundo de conmovedora armonía con gente pintando cuadros y leyendo libros, visitando museos y oyendo música siempre suave. ¡Nada de dolor! Me pregunto de qué escribirían los poetas, qué pintarían los pintores, en qué se inspirarían los músicos si en este mundo no hubiera prostitutas, borrachos, boxeadores.

El boxeo puede gustarle o no, a usted, lector. Pero nadie podrá menospreciar la calidad de artístico en lo que fue capaz de hacer –pongamos por ejemplo– Sugar Ray Leonard sobre un ring. Boxeo aprendido en conservatorio, que se envuelve en papel de seda. Rudolph Nureyev hubiera aplaudido embelesado, viendo tal demostración de señorío, de dominio del cuerpo, un himno a la estética. Nadie le ha pedido a Julio César Chávez que cante como Beniamino Gigli, pero tampoco nadie hubiera esperado del portentoso tenor italiano que tirara un gancho con la perfección del peleador mexicano.

Algunos llaman arte a lo que ellos hacen y vulgaridades a lo que hacen los demás.
El boxeo es la más descarnada representación del drama de la vida. Es el hombre y su lucha, desde que nace hasta que muere