Por Eduardo Lamazón

¿De este tamaño? No hay muchas hazañas de este tamaño en los 112 años de boxeo organizado en México.

La colosal victoria de Andy Ruiz, que despachó a un incomprensible y bucólico Anthony Joshua en el Madison Square Garden de Nueva York, sacudió la industria del boxeo hasta sus cimientos. Por inesperada, por increíble, por esquizofrénica.

De ese gordito con cuerpo de antihéroe, o de ex marinero holgazán y desidioso, podía esperarse sólo el ridículo, nunca la hazaña, menos la gloria.

De este tamaño recojo muy pocas proezas en más de un siglo de historia. La del Ratón Macías cuando le ganó a Dommy Ursúa en el Palacio Vaquero de Daily City en 1957, la de Julio César Chávez doblegando al Macho Camacho con un México absolutamente paralizado para ser testigo, y el nocaut de Juan Manuel Márquez a Manny Pacquiao por todo lo que la acompañaba, la venganza de tres peleas anteriores, la sentencia al devorador de mexicanos y la rivalidad con Filipinas.

Yo no sé bien cómo se comportó la gente en 1934 cuando Baby Arizmendi derrotó a Henry Armstrong en la Arena Nacional, el nuestro con la muñeca izquierda quebrada desde el segundo round remando hasta la victoria por decisión en 10.

Pero no hay más. O no hay mucho más No de este tamaño. Y miren que hay noches insignes en el boxeo mexicano. Sin embargo Zárate-Zamora y Rafael Herrera-Rodolfo Martínez (la de Monterrey) fueron peleas entre mexicanos. Muy grandes, pero sin esa sensación de conquista, de ocupación, que supuso vencer un mexicano a un peso completo inglés en el Madison.
Fue apoderarse de algo valioso sin permiso, fue robarle a la aristocracia del boxeo, fue la mayor incautación de un Robin Hood a la mexicana.

El título de peso completo es de los Estados Unidos y de Inglaterra, y muy poco de otros.

Vivimos 50 años contándole al mundo que el Pulgarcito Ramos dobló la rodilla de Joe Frazier en 1968 “…y estuvo cerca de convertirse en campeón”, una afirmación mentirosa y nada más que un consuelo porque la verdad es que Frazier nunca estuvo en peligro.

Por eso esta hazaña de Ruiz grita que le abran paso y se engrandece con el transcurrir de las horas.

El boxeo es drama, y la Ruiz-Joshua fue dramática de principio a fin, cada segundo la acción se hizo carne en los espectadores provocando una alegría nacional indescriptible. Lo revelan las redes sociales, lo confirma el fluir de la solidaridad contagiada que quiere llegar con loas al flamante campeón.

Digamos en confesión que somos culpables. Todos discriminamos a Andy Ruiz antes de la pelea, ¿o alguien de pronósticos respetables había dicho que ganaría?

Lo discriminamos porque nadie presupone que un ciego, un cojo, o un gordo mórbido son los mejores candidatos para destacar como grandes atletas, que son aptos para la alta competencia o ser campeones del mundo de boxeo.

Un fisicoculturista como Ken Norton o un espigado y enjundioso como Muhammad Ali sí, nos habría arrobado, y a las mujeres muerto de amor.

Pero Andy cargaba con su condena: había llegado al ring para ser ridiculizado, y nadie podía esperar otra cosa.

Una manera insustituible de medir la calidad de un deportista es observar su capacidad para regresar de la adversidad. Por eso ese tercer round nos dijo tanto. Andy jamás había caído en pelea. A la lona del cuadrilátero la conocía por fotos, y cuando cayó tras la izquierda de Joshua que lo sorprendió en el rostro, por 3 o 4 segundos todos tuvimos la certeza de que la función había terminado.

Todos menos el gordo, el panzón, el humillado, que se convirtió en un demonio de maldiciones ya imposibles de conjurar. La consigna a partir de ese momento fue «mexicano al grito de guerra.»

El resultado vale solo y por sí mismo. Se impone cierta cautela. No hay mucho de dónde agarrarse para decir que Andy Ruiz hará una historia prolongada y generosa. Sólo podemos afirmar que es obstinado, duro, tozudo, que donde pega destroza, y que no se rinde. Lo demás, lo dirá el tiempo.

Por ahora, que le vaya bien. Que lo disfrute. Se lo merece porque lo consiguió en la adversidad y cobrando. El boxeador es el único hombre que trabaja mientras le están pegando.

Ninguna explicación puede ser toda la explicación para lo que sucedió en el Madison y este resultado extravagante.

Me fui a dormir con una alegría nueva, sabiendo que era compartida con millones de otros mexicanos, con la certeza de que ayer fue el día de la vida de Andy Ruiz, y que su victoria estaba escrita en el devenir de los tiempos, que sólo era suya y que ayer… otro día no sé, pero ayer, nadie se la podía quitar.

Me fui recordando el poema Canción de la Vida Profunda, de Porfirio Barba Jacob, que afirma que todos tenemos un día que es nuestro día.

Mas hay también ¡oh Tierra! un día… un día… un día…
en que levamos anclas para jamás volver;
un día en que discurren vientos ineluctables…
¡Un día en que ya nadie nos puede detener!”