Por Adrían Michelena

Fue una trompada a la boca del estomago, de esas que te sacan el aire, que te extirpan el aliento. Ese dulce mate que tomaba en Villa Gesell de golpe se lavó de tristeza apenas agarré el celular. El hombre-noticia otra vez volvía a ser portada de todos los medios. Murió. Él se murió. La foto alcanza y sobra para saber de quién se trataba. La necrológica, tantas veces pensada, tantas veces imaginada, empieza a escribirse sola, con gotitas que caen de un par de ojos dormilones, que todavía no quieren despertarse. Muhammad Ali se fue de viaje a los 74 años, pero dejó un legado enorme, inmune a la erosión del tiempo. Porque fue, tal vez, el deportista más humano de la historia.

Basta tan solo un ejemplo: el peleó por los nadies, por los negros, por su dignidad. Estuvo en contra de las injusticias. Y justamente, por habérsele parado de manos al establishment, por haberse negado a matar vietnamitas en la guerra, la Casa Blanca lo prohibió por tres años y medio. Sí, le quitaron (nos quitaron) la mejor etapa de su carrera. Esos mismos viejos decrépitos que hoy le hacen homenajes, le habían soltado la mano por ser un “traidor a la patria”. Fíjense ustedes lo que representó Alí. En tiempos modernos donde los deportistas no hacen más que escribir un tuit solidarizándose por una tragedia, Alí le decía a todo el mundo que la única forma de vivir era sin guerras. Y se bancaba la que venga. En tiempos actuales donde la figurita de moda deja su nombre para hacerse llamar CR7 sólo para ganar millones con el marketing,

Alí se había cambiado el nombre (se llamaba Cassius Clay) para no cargar nunca más sobre sus espaldas el apellido de esclavo del patrón de su abuelo. Su derrotero es harto conocido. En el ring fue el rey de la selva. Brilló en una era de oro para el boxeo, plagada de mastodontes. Pero se hizo grande con la trilogía de Frazier, otro actor de lujo, al que seguramente ahora le estará estrechando un abrazo. Es mentira que Ali era el más fuerte. Norton le rompió la mandíbula en mil pedazos. Nuestro Bonavena lo hizo tropezar. Foreman lo tuvo sentido en el Zaire. Perdió cinco veces en 21 años. Es mentira que Alí era el más fuerte. No soportó nunca no poder ser lo que era antes. El Parkinson le robó su vitalidad, sus piernas de bailarín fueron ultrajadas por la enfermedad, patitas de alambre que empezaron a temblar en los ochenta, hasta no moverse más.
Es mentira, señores, que Alí era el más fuerte. Pregúntele a los historiadores de boxeo, hablen con Don Eduardo Lamazon, que lo estudió años. Pregúntele a Cherquis Bialo que lo entrevistó más de cinco veces. Alí fue especial porque era el dueño del éxito, pero en el retiro vivió alejado del éxito. Su vida fue pura vocación de servicio. Y así, siempre ayudando a través de la Fundación Muhammad Ali Parkinsons Center, empezaba a despedirse. La imagen del final, esa que vale muchísimo para los jueces del boxeo, lo define de pies a cabeza. Ganó la batalla, no caben dudas. Pero terminó roto. Se dejaba ver por algunas fotos familiares, con un silencio que hablaba por él. Su bocota de siempre ahora callaba. Una expresión inexpresiva se apoderaba de su rostro. Ojos tiesos que ya ni pestañeaban. Labios apretujados por la imposibilidad de moverlos. Y su fuego sagrado, que tantas batallas le había hecho ganar, aparecía apagado, como la llamita de un fósforo agarrado por la humedad. En el final se entretuvo como pudo. Mirando partidos de fútbol americano y escuchando música de su tiempo, a Little Richardy Sam Cooke (dos brillantes cantantes negros)

Sus tardes se consumían, también, observando películas de Western y algunas de terror, según me contó su hija Maryum May May Ali. No veía boxeo. Tal vez, el abuelo Ali pensaba que con lo que él había hecho allá arriba, ya lo había visto todo. Quién sabe. Nació para vivir como negro. Y terminó con millones de blancos, llorando su partida. No fue el más rápido, el más alto, ni el más fuerte. Fue el más grande.

*Este artículo fue previamente publicado en el 2016 en Un Round Más