Si fuese posible la analogía entre el boxeo y el fútbol, Nicolino Locche podría ser considerado el más futbolista de los boxeadores.

Convengamos, no el prototipo del rústico dispuesto a dar patadas, sino el diez, el enganche de un equipo.

El Intocable podría ser el nexo, el eslabón perdido entre los atletas que se paran de manos y los que usan los pies para hacer girar la pelota.

Porque Locche jugaba en el ring. Cada amague, su juego de piernas y cintura, es comparable a la habilidad y destreza del diez futbolero y conductor espiritual de un equipo.

¿De un Maradona?
¿Un Bochini?
¿Beto Alonso?
¿Rojitas?
¿Toti Veglio?
¿Babington?
¿Willington?
¿Monárdez?
¿Carlovich?
¿Román?
¿El Pipi Romagnoli?

Agréguele a esa lista su ídolo de cabecera, que no se va a equivocar.

Nicolino, aquel tunuyanino de pícara adolescencia lasherina tenía el talento del diez, de que sabe esconder el balón y obviar con elegancia y pelota dominada, el arrebato de un enceguecido rival.

La diferencia es que en vez de disponer de un balón en sus pies, Locche le ponía el cuero propio a un juego con mayores riesgos. Pero el talento, el ingenio, era el mismo.

Por ello en noches de Luna llena, Nicolino destellaba idolatría. Mientras Monzón motorizaba sensaciones desde su porte de macho de películas y Ringo Bonavena se anticipaba a la era del marketing promocionando sus peleas casi tanto como su carrera de cantante del Pío Pío junto a los legendarios uruguayos Los Shakers, Locche (casi un contemporáneo de ambos) era la contracara.

Si otros conmovían por los mazazos profundos de alguna zurda destructora (como Galíndez) Locche divertía por su oportuno juego de su cintura y el histrionismo propio de un Buster Keaton en technicolor.

A no confundirse. No se trata de desacreditar estilos ni el instinto de supervivencia del boxeo, pero con Nicolino hasta los más detractores podían aflojarse en su silla un sábado por la noche, encenderse un Fontanares con un wiskilin en la mano y enfrentarse a la Divina TV führer para entender que este deporte también hay espacio para la astucia e inteligencia de un tipo para zafar de los mamporros y habilidad para cachetear al de enfrente ante el primer descuido.

¿Puede el boxeo ser divertido? Con Locche era posible.

¿Puede asemejarse a un arte? Sí con Locche.

¿Podía ser el boxeo el plan de diversión de toda una familia, divertir a la mamá y a la abuelita? Claro que sí, con Locche obviamente.

Por eso Nicolino era un boxeador que jugaba. Casi un número diez de fútbol.

Suele decirse que los boxeadores como él, los wines y los cantantes de tangos son paradigmas en extinción. Pero todo es verso. Todo está por verse.

La historia no murió, por más que alguien procedió a declamar la muerte de las ideologías. Casi tanto como que el arte no puede morir mientras existan los artistas.

Fuente: Fernando Montaña / ciudadanodiario.com.ar