Por Daniel Guiñazú / Página12
Hugo Alfredo Santillán era un honesto trabajador de los rings. Siempre tenía el bolso listo para salir a pelear donde lo llamaran. Vivía de eso. Y vivir de eso, ser boxeador profesional en la Argentina y no de los más renombrados, implica no poder elegir con quien, cuando y donde combatir. Santillán no subía a los cuadriláteros por la fama, la gloria y la fortuna. Lo hacía porque tenía que comer, vestirse y pagar las cuentas. Al igual que millones de argentinos, nada más que en condiciones mucho más desventajosas: su trabajo consistía en pegar y que le peguen. Víctima de un sistema que le fue dejando cada vez menos vías de escape, la muerte a sus 26 años de edad de «Dinamita» Santillán (tal era su fe de bautismo pugilístico) interpela las formas desventajosas en las que se desarrolla el boxeo de paga en nuestro país.
En este contexto, los tiempos gloriosos de Carlos Monzón, Nicolino Locche, Victor Galíndez y Ringo Bonavena en los años ’70, acaso los mejores de la historia del boxeo argentino, se convierten en un punto en la lejanía de la memoria. En aquellas noches de Luna lleno, un boxeador que peleaba por un título nacional o sudamericano podía comprarse la casa o el auto con la bolsa que cobraba, aún sin llenar el estadio o cubriéndolo solo hasta la mitad. Hoy, un fondista de una velada televisada apenas saca para pagarle el 25% a su técnico o manager y se lleva a su casa el equivalente a un sueldo bajo. Un semifondista o preliminarista, ni siquiera eso.
Sólo pueden vivir del boxeo hoy en día, aquellos privilegiados que consiguen el auspicio de empresarios, comerciantes o sindicalistas generosos. El resto debe salir a trabajar y a entrenarse como sea. O como en el caso de Hugo Santillán, aceptar peleas contra cualquiera y en cualquier lado, maximizando los riesgos que de por si acarrea el boxeo.
Santillán no era un crack. Pero tampoco un perdedor consuetudinario o un pugilista descartable. Su record final trepó a 19 victorias (8 antes de límite), 6 derrotas (2 por fuera de combate) y 2 empates y reglamentariamente estaba habilitado para combatir, con sus exámenes médicos en regla. De sus últimas 10 peleas, había ganado 6 (3 por la vía rápida), perdido 3 (2 por nocaut técnico) y empatado 1. Pero falleció porque se lo devoró la picadora de carne que es el boxeo profesional desarrollado en condiciones tan desfavorables.
En los últimos 6 meses, seguramente presionado por la necesidad de seguir trabajando de boxeador, Santillán y su padre (también llamado Hugo) no paró la máquina y aceptó enfrentar a rivales que, a veces, se situaban una o dos categorías por encima de la suya. Era superpluma (58,967 kg) y llegó a medirse con superlivianos (63,500) dando de 3 a 4 kilos de ventaja, una enormidad.
El 15 de diciembre del año pasado, el puntano Fabricio Bea lo venció por nocaut técnico en 5 vueltas en Junin y el último 15 de junio pasado, en Hamburgo, el invicto superliviano armenio Artet Harutunyan lo derrotó por puntos en 10 asaltos. Santillán dio 3,500 kilos de ventaja y recibió duro castigo. Los jurados lo vieron perdedor por 11 y 12 puntos.
La Federación Alemana le suspendió la licencia para presentarse en ese país en virtud de la tunda que le habían aplicado. Pero la Federación Argentina no recibió nunca la notificación y lo autorizó a pelear 35 días después, el sábado pasado, a 10 rounds en San Nicolás contra el liviano uruguayo Eduardo Abreu, de 11 salidas profesionales. Santillán terminó con los dos ojos tumefactos y una copiosa hemorragia nasal, pero cambiando golpes hasta el final. Sin imaginar la tragedia que lo esperaba en su rincón.
Quienes rodeaban a Santillán, empezando por su padre Hugo, debieron haberlo protegido y parado antes de tiempo. Faltó sensibilidad para darse cuenta de que el peleador santafesino llegó ablandado a la pelea fatal. En este caso no puede hablarse de un accidente de trabajo. A Santillán lo mató un sistema cruel. Peleando para vivir se encontró con la muerte.