En Roma, Muhammad Ali consiguió una medalla de oro en los Juegos Olímpicos de 1960, cuando todavía utilizaba el que luego denominaría su “nombre de esclavo” (Cassius Clay) y aún no se había convertido al Islam. En Londres, noqueó al legendario campeón británico Henry Cooper en Wembley ocho meses antes de lograr el título del mundo por primera vez. En Kinshasa, le arrebató a George Foreman esa corona que había perdido por su negativa a ser reclutado por el Ejército estadounidense. En Manila, protagonizó su tercer y más recordado enfrentamiento con Joe Frazier. En Nassau, subió por última vez a un ring, al borde de los 40, y tuvo una triste despedida ante Trevor Berbick. Como profesional también visitó Canadá, Alemania, Suiza, Japón, Irlanda, Indonesia, Malasia y Puerto Rico. Pero fue en Bagdad donde Ali dio una de sus batallas menos conocidas. Y, a su modo, la ganó.
En noviembre de 1990, cuando el ex campeón mundial llevaba casi una década desvinculado del boxeo y seis años conviviendo con la enfermedad de Parkinson, el Golfo Pérsico amenazaba con convertirse en zona de guerra. El 2 de agosto, tropas iraquíes habían invadido Kuwait. El mismo día, la comunidad internacional, a través del Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas, había instado al retiro inmediato de las fuerzas invasoras, que no había sido acatado. Desde entonces, la posibilidad de un ataque de tropas multinacionales era concreta.
Frente a esa opción, el gobierno de Saddam Hussein había tomado como rehenes a miles de ciudadanos de distintas nacionalidades y había distribuido a muchos de ellos como escudos humanos en puntos estratégicos militares e industriales que se temía que podían ser bombardeados por las fuerzas aliadas. Entre los cautivos había alrededor de un millar de estadounidenses.
Hasta Bagdad llegaron delegaciones de distintos países, algunas encabezadas por figuras políticas de primera línea como el presidente austríaco Kurt Waldheim y el excanciller alemán Willy Brandt, que consiguieron la liberación de importantes grupos de cautivos. En algunos casos, negociando intercambios de prisioneros por tomas de posiciones públicas frente al conflicto e incluso por el envío de medicinas.
Y hasta Bagdad también llegó Muhammad Ali. Pese a la oposición del gobierno de George Herbert Bush, que rechazaba las gestiones de enviados no oficiales, a quienes consideraba funcionales a la propaganda iraquí, el exboxeador viajó para reunirse con Saddam Hussein y procurar poner fin al cautiverio de sus compatriotas. “Vengo en una misión de paz. Soy estadounidense y también soy musulmán. Si hay algo que mi presencia puede hacer para ayudar a aliviar el dolor y la presión, que así sea. No estoy preocupado por la controversia que puede conllevar mi visita”, sostuvo tras aterrizar el 21 de noviembre de 1990 en el aeropuerto de la capital.
Contacto en Bagdad
Los días de Ali en territorio iraquí no fueron sencillos por la compleja situación política, por la incertidumbre respecto al cónclave con Hussein y también por sus limitaciones físicas: el Parkinson ya dificultaba su movilidad y su habla. Pero ni eso ni la barrera idiomática impidieron que el campeón, que se alojó en una casa de huéspedes del gobierno, visitara mezquitas, santuarios y escuelas, recorriera las calles de Bagdad y recibiera el afecto de los iraquíes de a pie. “Con la poca autoridad que tengo, intentaré mostrar en Estados Unidos el lado real de Iraq”, prometió.
El cónclave con Hussein se postergó un par de veces. La espera hizo que Ali se quedara sin su medicación para el Parkinson, lo que restringió al mínimo sus desplazamientos y su capacidad de vocalizar. Un funcionario de la Embajada estadounidense debió gestionar en el Hospital Irlandés de la ciudad la entrega de esas drogas.
Después de seis días de espera, el encuentro se concretó: Saddam lo recibió, sonriente y cordial, en el Palacio Presidencial. La reunión duró 50 minutos y fue abierta a la prensa. Durante el encuentro, el mandatario sostuvo que era necesaria una salida pacífica a la crisis del Golfo y aseguró que los rehenes (a quienes llamaba “invitados”) recibían buen trato. Ali, que definió a Hussein como “un hombre de convicciones”, argumentó que la liberación de los cautivos sería “buena para mantener la paz en la región y para la imagen de Iraq en Estados Unidos” y se llevó la promesa de que un grupo de estadounidenses podría regresar a su país junto con él.
Cuarenta y ocho horas más tarde, el Consejo de Seguridad de la ONU dio un ultimátum: aprobó la Resolución 678, que autorizaba el uso de la fuerza contra Iraq si no se retiraba de Kuwait antes del 15 de enero. La guerra se acercaba. Un día después, Ali fue conducido al Mansour Melia Hotel de Bagdad, donde se encontró con 15 hombres: eran los elegidos para ser liberados. “Es un hombre maravilloso”, le dijo al verlo Sergio Coletta, quien trabajaba en Kuwait como topógrafo para la Oficina Estadounidense de Transporte al momento de ser secuestrado, en septiembre de ese año. “No me deben nada”, le respondió el campeón.
Finalmente, el 2 de diciembre, tras 11 jornadas en Bagdad, The Greatest abordó un avión de Iraqi Airways junto a los 15 estadounidense elegidos y otros 18 extranjeros que habían recuperado su libertad, entre ellos seis británicos y dos canadienses. Después de una escala en Amman y unas horas en suelo jordano, siguieron viaje hacia Nueva York. La misión estaba cumplida. “Él es un súper caballero y lo que hizo muestra el verdadero lado humano de un súper deportista”, dijo sobre Ali Harry Brill-Edwards, uno de los liberados.
Casi a la misma hora en que la aeronave abandonaba Iraq, la cadena de televisión francesa Antenne 2 emitía una entrevista a Saddam Hussein, en la que el presidente pronosticaba que las chances de que estallara la guerra eran “cincuenta y cincuenta”. El 17 de enero a las 2.40 de la madrugada cayeron las primeras bombas sobre Bagdad.
Un intento fallido
La gestión diplomática informal en el conflicto del Golfo Pérsico no fue la primera que realizó Ali. Casi seis años antes, había viajado a Beirut para negociar la liberación de cuatro ciudadanos estadounidenses que se encontraban desaparecidos desde hacía entre uno y once meses y que estaban en poder de la organización chiíta Jihad Islámica. Esa vez, George Herbert Bush, por entonces vicepresidente de la gestión Reagan, lo había impulsado a hacerlo, según reveló Larry Kolb, amigo y asesor del tres veces campeón de peso pesado.
En aquella ocasión, arribó a Beirut el 16 de febrero de 1985, el mismo día en que Israel evacuaba Sidón, 45 kilómetros al sur de la capital, tras 32 meses de ocupación desde que 100.000 hombres de su Ejército invadieran el territorio libanés. “El mundo sabe que soy musulmán, los secuestradores también lo saben y estoy seguro de que son admiradores míos”, dijo, confiado en que ello sería suficiente.
Pero no. Sin interlocutor alguno en su agenda ni un plan de acción demasiado claro, el campeón permaneció cuatro días en Beirut, durante los cuales se reunió con clérigos musulmanes, pero jamás llegó a entablar contacto con milicianos de la Jihad. “Aquellos que retienen a los rehenes no se van a dar a conocer públicamente o a ponerse en contacto conmigo. ¿Por qué van a venir a verme y ponerse así al descubierto?”, se preguntó antes de partir hacia Ginebra.
Cuatro meses más tarde, Ali visitó Tel Aviv y tuvo una pequeña participación en una compleja negociación, en la que intervinieron las primeras líneas de los gobiernos de Estados Unidos, Israel, Siria e Irán, para conseguir la liberación de 39 rehenes que habían sido tomados como prisioneros cuando un comando de Hezbollah secuestró un avión de la aerolínea estadounidense TWA que volaba desde El Cairo hacia San Diego durante el tramo entre Atenas y Roma.
Tras más de dos semanas de gestiones y desplazamientos de la aeronave, los milicianos entregaron a los pasajeros a cambio de la promesa de la liberación de 735 prisioneros chiítas que se encontraban ilegalmente detenidos en Atlit, en el norte de Israel, que se consumó en distintas etapas en los meses siguientes.
Fuente: Clarín