Era un arlequín geométrico y vivaz; un artista a quien el boxeo había elegido para transformar el drama en magia.

Por Cherquis Bialo

Fue el ídolo más grande del pugilismo argentino y puesto que su arte sobre el ring era inédito, debió persuadir a los ateos sobre la estética sensualidad de su exclusivo arte.

Los 80 años que hubiese cumplido Nicolino –nació el 2 de septiembre de 1939 en Tunuyán, Mendoza- los celebra su familia con amor, sus amigos con gratitud, los hinchas con admiración y el boxeo con la inmortalidad feliz de la memoria.

No parecía posible que el gurrumín de 9 años y 36 kilos se peleara todos los días a la salida del colegio con una excusa cualquiera y que los padres de los otros chicos se le fueran a quejar a Doña Nicolina Di Vendittis, su mamá, quien había enviudado de Don Felipe, el padre de Locche, un noble tano inmigrante y proletario.

.- «Vea signore Paco – le imploró Doña Nicolina al maestro Francisco Bermúdez – queste sinvergoña («este sinverguenza») me va sacar canas verdes, se pelea a veces con dos o con tres chicos de la cuadra y los lastima haciéndolos chocar contra las paredes, los árboles o los hace caer… Osté que es profesor ¿no lo podría tener en su gimnasio así cuando le peguen los boxeadores de verdad, aprenderá que no hay que pelearse en la calle… Fá me queste grande favore signore Bermúdez…», terminó su pedido la angustiada madre en el mejor castellano posible. Y al irse denunció susurrante, casi al oído: «Mi sembra que fuma anche…» («Me parece que también fuma…»).

Ese día del año 1948 en el Mocoroa Boxing Club de la calle Estrada en el centro de la ciudad de Mendoza habría de formularse el binomio más simbiótico en la historia del boxeo argentino entre el ideal del maestro y el arte sublime del discípulo.

La meta sería alcanzar la corona del Mundo cumpliendo estrictamente y con mucha paciencia el largo camino a recorrer:

1.- Siete años de gimnasio para formarse física y pugilísticamente, intentando un crecimiento simétrico;

2.- Tres años de amateur compitiendo en los torneos provinciales, regionales y nacionales;

3.- Una vez consumado y tras diez años de gimnasio, el ingreso al profesionalismo;

4.- Desde 1958 –debut como profesional ganándole a Luis García- hasta 1968 en que obtuvo la corona mundial realizó 90 combates, un proceso lento –acaso demasiado-, a pesar de lo cual pudo aprovechar la oportunidad, ser campeón mundial durante cuatro años y prolongar su carrera hasta 1976 después de 136 peleas.

Le costó imponer su estilo único pero cuando se ganó al público del Luna Park quedó consolidado como un ídolo para todos los tiempos. Y en estas horas en que celebramos sus 80 años la evocación se reitera inevitablemente:

Nicolino Locche, en las puertas de Luna Park (Clarín)

El Luna Park era de Nicolino. Se advertía en la caravana que bajaba como larva de un volcán por Corrientes o emergía de la boca del subte B. Se notaba en las filas frente a las boleterías desde varios días antes. Había que mojar las tribunas populares con fuertes manguerazos para que nadie se sentase y así lograr que pudiera entrar más gente, hasta llegar a las 20.000 personas. Se sentía en los bares vecinos repletos de parroquianos expectantes y entusiasmados por ver al «genio» sobre el ring. La Policía cortaba la calle Bouchard entre Lavalle y Corrientes, pero Madero, Lavalle al norte, Tucumán, Viamonte, Leandro N. Alem se convertían en una enorme playa de estacionamiento que llegaba hasta Córdoba en ambas manos. Los «canillitas» vendían toda su carga axilar de Crónica y La Razón mientras que desde las portátiles se confundían voces prodigiosas de relatores y comentaristas que hacían vibrar a la multitud con una previa temprana. Resultaba imposible a esa altura, una hora antes de la pelea, conseguir una mesa para ir a cenar después en los restaurantes vecinos. Nada en «Corrientes 11», «El Recodo» o «Nápoli». Puerto Madero no existía, eran unos galpones tristes y desiertos. Y cuando ya estaban todos dentro, quedaba gente parada contra la pared de la Superpullman, la Especial también desbordada, las Populares reventadas de gritos sin espacio para que pudieran pasar los vendedores de «¡Sorocabana Café!» o de «¡Coca, Coca, fresquita la Coca!»; además los porteros gritando su no en cada puerta. Entonces aparecía Nicolino metido en una bata blanca con vivos celestes, la toalla bordeándole el cuello, brillantes de vaselina los pómulos pentagonales , el paso chaplinesco y los brazos abiertos reverenciando gratitud a los cuatro lados del vibrante estadio…

El aroma a Chanel predominaba en el ring side de un Luna Park que ya no queda. Podían verse mujeres bellas, elegantes y distendidas acompañando a sus hombres dentro de modernos y costosos trajes oscuros, corbatas luminosas y zapatos brillosos con la última horma europea. Bajo el humo denso de miles de cigarrillos agonizando al unísono, cánticos felices y alegóricos le daban un sonido especial a la fiesta por comenzar.

Sobre el ring todo el repertorio. Contra quien fuere. Un show estético no exento de cierta sensualidad. Fue el «Intocable» por el prodigioso golpe de vista para esquivar verticalmente. Jugaba con su cintura para que los impactos rectos de sus adversarios pasaran a milímetros de las zonas vulnerables. Nicolino no huía ni se desplazaba exageradamente. A diferencia de otros tiempistas aceptaba la pelea cercana al cuerpo o la descarga de sus adversarios a no más de cincuenta centímetros. Se ayudaba con las palancas de sus fuertes antebrazos cruzados para cerrar la llegada de ganchos a su abdomen y cuando iba a las cuerdas la gente deliraba pues resultaba difícil que se le pudiera pegar. Sus más ilustres rivales- campeones o ex campeones mundiales- no podían creer que teniéndolo tan cerca sus golpes lanzados con oficio y precisión se perdieran en el vacío. Era un maestro también de la neutralización. Y cuando los trababa miraba al ring side saludando a las personas que conocía con un guiño.

En la década de los 60′ los más famosos campeones o ex campeones del mundo pasaron por el Luna Park. Y Locche les ganaba en memorables exhibiciones como las que diera ante el puertorriqueño Carlos Ortiz, los norteamericanos Langston C. Morgan, Joe Brown, el italiano Sandro Lopopolo o el panameño Ismael Laguna, acaso el más duro de todos y frente a quien obtuvo un empate.

La única vez que Nicolino fue a pelear dramáticamente, seriamente, obtuvo la corona del Mundo: fue el 12 de diciembre de 1968 en Tokio frente a Paul Fujii a quien le pegó en diez rounds más que la suma de todos sus rivales anteriores. Esa pelea disputada en el Kuramae Sumo, constituye una de las joyas del boxeo de todos los tiempos. Se trata de una demostración académica del arte de pegar sin dejarse pegar.

Aquel triunfo obtenido por Nicolino hace casi medio siglo exhibió todo cuanto se espera de un boxeador esteta o de un esteta boxeador que se defendió atacando y castigó defendiéndose en el sector del cuadrilátero que eligiese sin que ninguno de sus movimientos en uno u otro sentido perdieran la armonía plástica del atleta en estado de gracia.

Fue campeón mundial apenas cuatro años -1968/1972- pero reinó por más de una década –desde 1963 hasta 1973- pues su incomparable estilo sedujo al público de tal manera que aún cuando los puristas negaran que aquello que ofrecía fuera boxeo ortodoxo lo incorporaron como una mezcla de arte taurino con atisbos de ballet, algo de sensualidad en los esquives y mucho de artista en los desplazamientos.

Para llegar a disputar el título mundial debió recorrer un largo camino. En aquella época había un solo campeón del mundo por categoría y este tenía diez retadores en fila del 1 al 10 esperando una oportunidad. A los campeones los reconocían sólo la Asociación Mundial de Boxeo y la revista The Ring. Nicolino era la estrella del Luna Park y derrotaba a todos los rivales extranjeros que el promotor Tito Lectourele traía para entrar y avanzar en ese famoso escalafón.

Llegar a enfrentar a Paul Fujii fue una enorme tarea que le demandó tres años de gestiones al empresario del Luna Park, Tito Lectoure. Ocurría que nadie le quería pelear y la AMB lo postergó siempre que pudo ya que los empresarios dudaban que ese estilo gustase en alguna otra parte del mundo.

Cuando alcanzó ser el número uno del ranking, ya no se lo podía evitar. Y fue así que les llegó la oferta desde Japón. La misma consistía en una bolsa de 5.000 dólares, más pasajes y estadía para tres. «Por suerte Nicolino logró vender los derechos de radio y televisión -en diferido, pues aún no teníamos satélite- en otros 1.500 dólares que le pagó la Bodega Peñaflor. Esto permitió que junto a Nicolino, su maestro Don Paco Bermúdez y Tito Lectoure pudiera viajar también y como «sparring» el entrañable peso medio pesado Juan «Mendoza» Aguilar.

La «cátedra» le daba pocas chances a Nicolino. Se partía de la premisa que su boxeo sólo podría ser desarrollado en la Argentina y con mayor tolerancia en el Luna Park. «Que eso que hace, donde lo intente en otro país, lo descalificaran por payaso…», se decía.

Aquella pelea contra Fujii fue una lección de boxeo. Una joya de la historia. Un incunable en You Tube.

En el noveno la paliza fue de tal magnitud que resultaba ocioso anticipar el final. Y frente al micrófono de radio Rivadavia junto a mis compañeros de transmisión Osvaldo Caffarelli y Cacho Fontana no tuve dudas y dije: «Si en este momento le preguntan a Fujii si quiere seguir o irse del ring, estoy seguro que quiere irse de este infierno», afirmé. Y unos segundos más adelante mientras transcurría el 9° asalto agregué ante tan obvia situación: «A Fujii le queda una sola alternativa: comprar un billete de lotería para ver si puede acertar».

En su banquito ya sin visión, exhausto, sangrante, herido, impotente y sin más herramientas para asir a ese fantasma «Intocable» a quien perseguía infructuosamente y de quien recibía los más variados golpes tanto en su rostro como en el resto del cuerpo, Paul «Takeshi» Fujii meneó la cabeza en señal de no poder continuar. Sus segundos no lo podían creer. Mientras le vaciaban botellas de agua helada en la nuca y hacia abajo del abdomen, una toalla se apoyaba en su pecho desde el torso hacia el cuello. Resultó más visible su señal de abandono y hasta el árbitro Nick Pope (EEUU), salió de su rincón neutral para asegurarse que estaba ante la inminencia de una segura deserción. El «samurai» se iba del ring antes de comenzar el 10 asalto abdicando su corona en favor de Locche.

Dos horas y media después de esta pelea imborrable, regresamos al Akasaka Prince Hotel. El personal esperaba a Nicolino haciendo una doble fila desde la puerta y bajo una alfombra roja puesta al efecto. El nuevo campeón regresaba triunfante al circunstancial ámbito de sus últimos desvelos. Aquella mañana en las calles de Mendoza, Buenos Aires y el país estallaban espontáneas manifestaciones eufóricas. Nicolino Locche había llevado a cabo la mayor «obra de arte» que el boxeo pudiera ofrecer a lo largo de su historia.

Su llegada a Ezeiza fue multitudinaria y a Mendoza –el 18 de diciembre de 1968 – más apoteótica aún pues desde el aeropuerto de El Plumerillo hasta la sede de la Municipalidad el camión de bomberos desde el cual iba saludando a la muchedumbre tardó más de tres horas en llegar avanzando a paso de humano.

Sus seis defensas del título le fueron fatigando el aire y la gloria. Los años se fueron llevando el cabello, los reflejos, la frescura, la osadía y las ganas. Todo le fue costando más; aún respirar con tanto tabaco acumulado en sus pulmones desde los nueve años.

Le quedaron el cinturón de oro, el ingreso al Hall de la Fama en el 2003 (con Evander Holyfield) y la admiración incondicional de quienes lo disfrutaron viéndolo pelear .

También una casita austera, un corazón frágil y un recibo de sueldo municipal misericordiosamente otorgado por algunos amigos radicales, partido del cual era afiliado.

Su generosa humildad, su simpatía en las buenas y en las malas, su espíritu solidario con amigos y colegas a quienes siempre ayudó también han hecho de él un hombre digno.

Para esta clase de deportistas nunca habrá ayeres pues su incomparable magia no pertenece a un tiempo, a un espacio o a una época. Antes bien será un arcángel que iluminará con su mirada el talento de cualquier boxeador que sobre el ring intente transformar el drama en arte.

Valdrá la pena levantar las copas para brindar por quien fuera el más grande ídolo del boxeo argentino y repetir lo mismo que dijimos al despedirlo aquel triste 7 de Septiembre del 2005 en el cementerio de Las Heras:

«No habrá ninguno igual, no habrá ninguno…».

Fuente: Infobae