Las lonas que cubren el piso del ring se hunden más de lo que deberían cada vez que se afirma para lanzar un golpe. Sobre ellas, apenas se distingue lo que fueron grandes publicidades de marcas de cerveza. Un ventilador desvencijado cuelga sobre el cuadrilátero como una araña a punto de soltarse. A ese ring, que se eleva un metro por encima del suelo y que debajo acumula algo de tierra y unas botellas de plástico, Brian Castaño subió a upa de su padre cuando este comenzaba una turbulenta carrera de boxeador profesional y él recién había cumplido un año. Ahora lo tiene enfrente, sosteniendo las manoplas que reciben la furia de sus golpes: un gancho abierto de izquierda y una ráfaga al hígado y al mentón. Hsst, hsst, hsstSobre ese mismo ring debutó como boxeador cuando tenía 11 años y no superaba la altura de las sogas. Se agacha para esquivar un golpe y lanza una derecha cruzada y una izquierda recta al estómago. Hsst, Hsst. En ese ring donde nunca dejó de boxear, golpeó miles y miles de veces las manos de su padre y entrenador, hasta convertirse en campeón del mundo.

-Una vuelta me pegó terrible cachetazo acá, enfrente de todos -dice Brian Castaño, campeón regular de la Asociación Mundial de Boxeo (AMB), y señala a su padre con uno de sus relucientes guantes blancos-. Me descolocó. No sé si yo había llegado tarde o con olor a faso. Todos se dieron vuelta. Y me caían las lágrimas de la bronca, la impotencia. De esas tengo bocha, pero, no, nunca me deprimí. Me la bancaba y volvía.

Sobre la pared de fondo hay una inmensa bandera en la que está dibujado el Boxitracio -ese canguro amarillo y boxeador que nació de arenas radioactivas y acompañaba a Hijitus en sus aventuras- y abajo, su nombre: Brian «el Boxi» Castaño. A su lado, el perro de Los Simpson en actitud pendenciera, sobre el nombre de su hermano: Alan «el Galgo» Castaño. Arriba de los dos, en grandes letras azules, dice «Villa Alida». Así se llama este club enquistado en el corazón de San Justo, en el oeste de la provincia de Buenos Aires, en el que ambos se criaron bajo las órdenes de su padre, cuando el trabajo escaseaba y Brian lo acompañaba a remover escombros y podar árboles.

-Dale, dale. Ahora todo seguido, que este viejito de cincuenta y pico todavía te puede dar una paliza -le dice Carlos Castaño, su padre, enfundado en una campera negra de entrenamiento, pantalones cortos fosforescentes y una gorra con visera celeste.

Le cruza la manopla derecha y luego la izquierda a la altura de la cabeza. Brian las esquiva y vuelve a lanzar la andanada de golpes, cada vez más rápido. Cuando bajen del ring, en esta fría mañana de mayo, descolgarán las bolsas de entrenamiento del gimnasio para hacerles espacio a los practicantes de taekwondo. Más tarde, Carlos volverá a colgarlas para dirigir las clases de boxeo que imparte todas las tardes a más de 30 chicos y chicas. La próxima pelea todavía está lejos, la esperan para fines de este año. Será la cuarta defensa del título mundial de la AMB que Brian ostenta desde noviembre de 2016, cuando noqueó en el Luna Park al puertorriqueño Emmanuel De Jesús.

– A partir de ahí hago pocas peleas por año, dos o tres, porque son durísimas. Estoy tres meses y medio en Estados Unidos de campamento [así se llama el entrenamiento intensivo previo a una pelea] y le meto a full. Subo montañas, corro banda de kilómetros, pagamos sparrings de los mejores que hay. Es así la lógica: le ganás a este y tenés que salir a buscar uno más poronga.

«Yo persigo la gloria del boxeo, pero hay un destino trágico que sabés que siempre te espera. Y le tenés que encontrar tu propia vuelta para esquivarlo».

Aquella noche contra De Jesús, en el segundo round, fue la única vez que Brian cayó sobre las lonas en sus 16 peleas como profesional, con un récord de 15 ganadas (11 por KO) y un empate. Se levantó y tardó algunos rounds en reponerse, hasta que en el sexto desató una lluvia de golpes que terminaron con una derecha recta al estómago y su contrincante, tendido en el piso como un monje en penitencia. Luego corrió hacia una de las esquinas y se trepó a las sogas exhibiendo sus bíceps y su espalda, donde lleva un inmenso tatuaje de dos alas que rodean su apellido. Es lo que hace siempre que gana un combate, hasta que llega su padre para alzarlo y pasearlo por el cuadrilátero.

-Entre los deportistas, conmigo nunca va a haber un problema. Todos vamos a buscar la moneda, a asegurar un futuro en lo económico primero -dice Brian al responder si alguna vez tuvo problemas con otro boxeador luego de sus peleas-. Los boxeadores que llegan lejos vienen siempre desde abajo, tienen que tener mucha hambre y necesidad. Eso no cambió nunca. Vamos todos por lo mismo. A buscar la gloria del boxeo y la moneda.

Imposible sospechar, en la tranquilidad de sus palabras, que en apenas unas semanas, a fines de junio, decidirá dejar de ser campeón mundial y los principales medios de nuestro país publicarán titulares cargados de fatalidad: «Una vergonzosa disputa de poder pone a Brian Castaño contra las cuerdas»; «Argentina ya no tiene campeón mundial de boxeo»; «La AMB le sacó el título superwélter a Castaño»; «¡Nos quedamos sin campeón!».

A todo ritmo

En su casa había guantes profesionales de boxeo desde que nació, el 12 de septiembre de 1989. A los dos años, Brian ya se los ponía. Eran de 12 onzas los que usaba su padre para pelear en las jornadas nocturnas que durante los 90 se transmitían por Canal 9 Libertad. Carlos le enseñó a tirar sus primeras trompadas en el comedor de la casa. Ese era su juego preferido. La familia se reía porque los guantes eran más grandes que su cabeza. Hasta que creció y su padre tuvo que llevarlo al gimnasio con él para que se cansara un poco golpeando la bolsa. No encontraban otra solución para ese pibe «inquieto». Cuando se subió a pelear por primera vez, a los 11 años, en el ring de Villa Alida -con su padre en la esquina-, derrumbó a un mendocino de 16.

-Otra vuelta a mí me sancionaron porque también lo hice pelear contra uno que era más grande, pero el problema era que a mi pibe no le encontraba contrincante. Me la banqué y no dije nada, y siempre que lo necesitaron para la selección, yo se los di -recuerda Carlos Castaño, arriba del auto que maneja su hijo rumbo a un entrenamiento en la Universidad Nacional de La Matanza (UNLM).

Debutó a los 11 años. Tres años después ya era parte del seleccionado argentino de boxeo. De las 16 peleas como profesional tiene un récord de 15 ganadas (11 por KO) y un empate. Como amateur sumó 198 peleas, de las que ganó 188. Siempre estuvo al lado Carlos Castaño, su padre y entrenador.

Tres años después de su primera pelea, Brian ya era parte del seleccionado argentino de boxeo. Empezó con 46 kilos y fue subiendo hasta los 69 (que limitan la categoría superwélter en la que se estableció). Consiguió títulos nacionales y regionales, peleó y ganó en preolímpicos y en Juegos Olímpicos, se quedó con la medalla de oro en los Juegos Odesur disputados en 2010 en Medellín. Como amateur sumó 198 peleas, de las que ganó 188. Boxeó en rings montados sobre cajones de cerveza y en inmensos estadios europeos y norteamericanos, vacíos y repletos. Carga con apenas cinco peleas perdidas y cinco empates en ese inmenso registro, que logró engrosar presentándose con distintos carnets para esquivar la regla que les prohíbe a los boxeadores pelear dos días seguidos.
-Acá les rompí la cabeza a todos. Y, afuera, les gané a muchos de los que hoy son campeones mundiales -dice Brian al volante, con una sonrisa aniñada que contrasta con sus palabras, y que produce el efecto de borrarles cualquier rasgo ofensivo.

Acelera su Peugeot 208 blanco nacré sobre la Ruta 3. En esa filosa lengua de cemento que recorre la provincia de Buenos Aires hasta perderse en el sur de la Argentina, a unas pocas cuadras del club Villa Alida, pasa por delante de un colectivo desfalleciente, apostado sobre la vereda, del que cuelga un cartel de cartón: «Urgente. Vendo hoy a primera oferta. Ser considerados». Luego se van apelmazando iglesias evangélicas, talleres mecánicos, supermercados, odontólogos, aceiteras, escribanías, mueblerías, estaciones de servicio, ferreterías, un shopping descomunal, casas a medio terminar y rejas levantadas en el límite de las veredas. Al llegar a la rotonda de San Justo, frena en un semáforo y le deja algunos billetes a un grupo de pibes que hacen malabares con cuchillos y palos prendidos fuego. Después se mete en el poco espacio que le deja un camión al entrar en una curva y lo pasa a toda velocidad.

-Dale, Brian, ¿qué querés?, ¿hacerte mierda? -le dice Carlos desde el asiento de atrás, casi para sus adentros, como si estuviera cansado de repetir esa frase.

-Ya lo vi, pasaba perfecto. ¿Quién está manejando?

Brian sube el volumen de la música. Los bajos que salen de los parlantes montados en el baúl hacen retumbar el auto. Suenan ballenatos caribeños, reguetones calientes y cumbias de Gilda y de la Nueva Luna. «A los pibes que vienen al gimnasio siempre les digo que hagan clases de bachata, de salsa. Cuando fui con la selección a Cuba, los boxeadores de allá tenían una delicadeza, una técnica que era para aplaudirles cada movimiento. Me explotó la cabeza. Después los vi bailar y ahí me cerró todo».
En pocos minutos van a estar entrenando dentro del reluciente gimnasio de la UNLM, con música electrónica de fondo, corriendo sobre cintas desde las que se observan canchas con el césped recién cortado a través de impecables paredes vidriadas, marcando el tiempo de los ejercicios con una aplicación de su celular.

-Mirá que vos no saliste de acá, saliste de Villa Alida -le dice Carlos apenas entran.

-Sí, ya sé, papi, ¿y dónde entrenamos siempre? ¿Allá o acá? Allá. Está bueno este gimnasio también, no me va a cambiar la personalidad.

Hasta ahí llega en moto su preparador físico, Matías Erbín, un treintañero rubio y espigado con el que Brian se prepara desde su primera defensa del título de la AMB contra el francés Michel Soro, el 1 de julio de 2017.

-Brian es un boxeador muy completo: tiene fuerza de piernas, potencia y resistencia. Pega fuerte, aunque no tiene una mano noqueadora. Es más bien un destructor -lo define Erbín, quien también preparó físicamente al argentino Lucas Matthysse, ex campeón mundial wélter de la AMB-. Es un tipo que te asfixia, que tira más de 100 piñas por round. Y que llega entero al final. Siempre se queda con los últimos rounds, que es algo muy valioso en un boxeador. El ritmo que propone no cualquiera se lo puede bancar.

Luego de la pelea con Soro, que Brian ganaría en un fallo dividido -en medio de una situación escandalosa en la que los jueces intentaban manipular las tarjetas para alterar el resultado-, demolería a golpes a otro francés, Cedric Vitu, en marzo de 2018. Y llegaría, finalmente, a la pelea con la que instaló su nombre en las marquesinas de la meca: Estados Unidos. Allí se enfrentó como fondista, en marzo de este año, con el cubano Erislandy Lara -campeón mundial de la categoría durante siete años-, en el Barclays Center de Brooklyn, Nueva York. Fue la única pelea que empató.

-Yo sé que le gané a Lara. Es un toquecito más alto y tiene mucho alcance, pero lo encerré bien. El problema es que no se brinda. Tira una mano y se va. Se corre, se corre, se corre. Es un boxeo mezquino, que te desluce. A mí lo que me gusta es el palo por palo -dice Brian, que con su metro 70 de altura pierde un poco de ventaja en su categoría-. Me quedé con la sensación de que no pude tirar todas las manos que quería…

-Yo no sé si conviene que digas eso -lo interrumpe Carlos.

-Si ya saben, boludo, ¿qué tiene que ver? Mirá si me voy a andar guardando las cosas. Como si ahora dejara de decir que peleé con ataques de pánico. ¿Por qué no voy a poder contar esas cosas?

La guerra y la paz

La casa de Brian Castaño está a unas pocas cuadras del club Villa Alida, construida como un anexo de la casa familiar. Enfrente hay un terreno baldío en el que pastan algunos caballos y, por las mañanas, circula un carrito del que sale un reguetón personalizado para la venta de chipa: Chipa-pa-pa-pa-pa-pa-pa. Hace poco, Brian cementó toda la vereda junto a unos amigos. A un lado, está la casa de su madre, oculta detrás de un portón gris oscuro. Del otro, la de su abuela y sus primos, con un frente de ladrillos sin revoque y un auto abandonado en la entrada. Todas se conectan por el fondo a través de un pasillo.

-Soy muy familiero, la verdad. Me gusta abrir la puerta de atrás y charlar ahí con mi vieja -dice Brian, mientras prepara el mate en el comedor de su casa, en la que convive desde hace dos años con su novia Carolina-. Te ponés a pensar y está bueno en algunos momentos estar un poquito apartado, pero a lo sumo me iría a un departamento por acá cerca. No me gusta la soledad.

A lo largo de la entrevista irán desfilando por su casa distintos amigos que llegan y se van; sus dos perros pitbull, que acechan la comida; su hermano Alan, con una bota en la pierna («Me esguincé jugando a la pelota y, por ahora, no puedo pelear»); su novia, que le recuerda que hoy prometió llevarla al gimnasio («Le tengo mucha fe, por eso no me cuesta ver las peleas»); su padre, que grita desde afuera para avisar que llegó, y Brian esconde los alfajores de dulce de leche antes de que entre, y sus primos, que son «más de 10». Casi todos trabajan en la construcción o limpian autos. Con ellos sale todas las semanas a jugar al Paintball o se queda en red hasta las tres de la mañana con el Counter-strike.

-Somos una banda. Pero en boxeo solo mi hermano y yo. Ojo, se la rebancan mis primos, son peleadores. Yo soy un pibe muy amor y paz. Salvo cuando me gritaban que era un villero, un negro, ahí me sacaba -dice-. Cuando en el barrio se enteraban de que yo boxeaba, me venían a buscar para pelear. No sé, es como que tengo un imán para las peleas.

En su rostro ovalado y terso, de frente amplia, apenas se observa una barba incipiente en el mentón. Lleva el pelo rasurado con prolijidad a los costados y peinado con gel. Tiene la mirada transparente. No hay en sus facciones ningún rasgo de la ferocidad con la que se planta en el ring o con la que, en algún momento de la pelea, frena el baile de sus piernas y avanza con un vendaval incontrolable de golpes desde todos los ángulos posibles, una tormenta tropical que se desata en segundos.

-Castaño es un boxeador que respeta lo ortodoxo, lo histórico, que es pegar sin dejarse pegar -lo definirá en un café porteño el periodista especializado en boxeo Carlos Irusta-. Pero además pega, es guapo, se hace respetar. Hoy, el boxeo se ha convertido en tipos que tienen que ir al frente. Hay músicos que tocan clásica y otros que hacen rock: Castaño tiene música clásica y mucho de rockero. Para gustar necesitás un poco de pimienta. Y él la tiene.

Esa pimienta aparece en su rostro apenas en algunos detalles. En su párpado derecho, por ejemplo, que se mantiene siempre un poco caído. Así le quedó desde una pelea callejera en la que le partieron un ladrillo en la frente, cuando era adolescente.

-Esa adrenalina de la calle es hermosa. Hace banda, igual, que no me peleo así -dice Brian-. En eso te ayuda el boxeo, a pesar de que parezca una contradicción. Aprendés mucho a respetar a la otra persona. En este camino, todo lo que crecí y cambié fue gracias a mi viejo. Para llegar lejos necesitás a esa persona que está atrás diciéndote «dale, guacho, vos podés, mirá qué bien que andás». Si no, es muy difícil a veces creer en uno mismo, con todas las inseguridades que tenemos.

En la historia del pugilismo argentino, apenas una pareja de padre entrenador e hijo boxeador pudieron coronarse como campeones mundiales: Ubaldo y Uby Sacco. Su destino fue trágico. Un éxito efímero fulminado por la cocaína, en el que se escondía un entramado de amor, odio, instinto de protección y competencia familiar imposible de sublimar. Brian y su padre se enlazaron en ese mismo vínculo desde que él tenía 7 años. Pero llegaron a la cima y se mantuvieron unidos, como las dos partes de un extraño fuselaje que se alimenta, también, de los cortocircuitos.

-Discutimos sarpado. Pasó de que me vaya gritando y diciéndole «no vuelvo nunca más». Y él me dice «si no volvés, te rompo las piernas con un fierro y no boxeás nunca más» -cuenta Brian y se ríe, como hace cada vez que dice algo demasiado fuerte para alguno de sus oyentes-. No va a hacer algo así, pero de alguna manera tenés que sacar la bronca y que no te consuma. Así fuimos para adelante toda la vida.

El perseguidor

Los problemas en la vida de Brian Castaño no llegaron desde el ring ni desde la calle. Poco antes de llevar su carrera profesional a Estados Unidos, a comienzos de 2015, lo empezó a acechar un miedo irrefrenable a la muerte. En cada entrenamiento sentía que su corazón se iba a detener, que su cuerpo no aguantaba más, que se gestaban enfermedades terminales dentro de él. La primera vez que le pasó estaba corriendo por su barrio. Tenía que bajar ocho kilos para su siguiente pelea y, sin decirle a nadie, había dejado de comer por las noches. También se recargaba de ropa para deshidratarse y quemar calorías. Sintió algunos pinchazos en el brazo y un sudor frío que se le impregnaba en el cuerpo. Hasta que se desvaneció. Su padre lo subió al auto y le hizo respiración boca a boca mientras lo llevaban a toda velocidad al hospital.
-Entré con todos los brazos doblados hacia dentro. Chivado, con la barba y todos los pelos largos -recuerda Brian en su casa, una tarde después de entrenar-. Los médicos me los doblaban más a la fuerza y me decían: «¿Y te gustó la falopa?». Se pensaban que era un paquero de la calle.

Brian Castaño tuvo que aprender a pelear contra los ataques de pánico. Empezó a tratarse con un psicólogo y se entrenó con una computadora conectada a su corazón. Tenía un juego de carreras en el que la pantalla se iba apagando si sus pulsaciones aumentaban. Entonces tenía que serenarlas con la respiración y, al mismo tiempo, debía maniobrar el auto en la pista para no chocarlo. Durante sus tres primeras peleas en Estados Unidos, se subió al ring con ataques de pánico. Abajo, estaban el psicólogo que lo atendía y un cardiólogo. Esa era su manera de sentirse seguro.

-Quizás mi viejo estaba más asustado que yo. Tendría que haber ido también al psicólogo. Me preguntaba todo el tiempo «¿estás bien, Brian, te sentís bien?». Y ahí yo ya pensaba que me bajaba la presión. Me perseguía mal. Capaz, en una pelea yo nada más le preguntaba «papi, ¿qué round es?», porque ya sentía que me picaba el cuerpo. Pero si le contaba eso, ya sabía que él iba a tirar la toalla y yo no quería. Hasta que un día dije «ya fue, si me muero, me muero. No me esforcé toda la vida para quedarme acá». Ahí arranqué de nuevo.

El miedo desapareció cuando llegaron las peleas más difíciles. Obtuvo el título mundial, lo defendió, instaló su nombre en Estados Unidos y, cuando se convirtió en el pugilista más destacado del país, una sombra que se había gestado en su pelea con Michel Soro lo envolvió todo. Estaba obligado a darle una revancha, pero las condiciones eran inaceptables para él. La pelea no interesaba en Estados Unidos y Brian no quería volver a Francia. El recuerdo de los árbitros que alteraban las tarjetas, la falta de tratamiento médico por un golpe que había recibido en la nuca, la batalla por cobrar esa pelea que le terminaron pagando luego de un año. No pensaba volver. El único camino que le quedaba era buscar otra pelea y dejar el título vacante. La noticia se esparció como un virus los últimos días de junio: Argentina se había quedado sin ningún campeón mundial de boxeo. El país que suma más de 40 a lo largo de su historia, que se jactaba de tener dos o más campeones mundiales en simultáneo de ese deporte que le entregó la mayor cantidad de medallas olímpicas -24 en total-, ahora exhibía un paisaje desolado.

-Tuvo mucho impacto mediático por lo que significaba para el país, pero en el mundo del boxeo es algo que sucede. A Brian le convenía seguir peleando en Estados Unidos, por las bolsas y porque ahora va a competir con los otros campeones de su categoría. Él ya tiene un nombre allá y, en este deporte, hoy pesa más el nombre que los cinturones -explica desde Estados Unidos por videollamada Sebastián Contursi, promotor de Brian y quien también trabajó con ex campeones del mundo como Marcos «Chino» Maidana-. Es un tipo con mucha capacidad para absorber conocimientos en forma muy rápida y con mucho carisma. Quizás debería explotar más eso. En el boxeo es igual de importante llamar la atención dentro y fuera del ring.

«Llamar la atención», «hacer ruido», esas máximas que se esconden detrás de todas las estrellas del boxeo parecen alejadas de Brian Castaño. Hace poco, el ex campeón del mundo Sergio «Maravilla» Martínez lo invitó a tomar un café y le explicó cómo construir un vínculo económico con distintas marcas y sacar provecho del momento que está atravesando. Brian apenas da unas respuestas tímidas: «Sí, quizás me tengo que poner con el Instagram y eso»; «estaría bueno armar algo con una marca de ropa, pero también tenés que estar de un lado para el otro». Pero lo que se esconde detrás de esas evasivas es un miedo más profundo. Un tránsito que comienza en la exposición y que piensa que puede arrastrarlo, al igual que a los grandes monarcas argentinos como Carlos Monzón, Ringo Bonavena, Víctor Galíndez o Uby Sacco, hasta la muerte.

-Vas escuchando a los más viejos que te dicen «no vayas por ahí», porque la vivieron. Mi viejo también la vivió y me lo dice. Entonces te hacés el que no escuchás muchas otras cosas, propuestas que aparecen solo por la guita que hay en el medio -dice mientras termina de lavar los platos-. Yo persigo la gloria del boxeo, pero hay un destino trágico que sabés que siempre te espera. Y le tenés que encontrar tu propia vuelta para esquivarlo.

Por: Diego Fernández Romeral
Revista Brando / LA NACIÓN
Fotos: Javier Heinzmann / Brando