Hace 25 años, Locomotora metía uno de los triunfos más resonantes en la historia del pugilismo nacional. Tras haber recibido una paliza, noqueó al estadounidense John David Jackson.

Por Adrián Michelena

El doctor Walter Quintero tiene un portaretrato en el escritorio de su consultorio particular del centro porteño. Ahí el Roña Castro aparece felizmente ensangrentado, con los dos ojos cerrados, y los párpardos abiertos, luego de la cruenta paliza que le había dado el estadounidense John David Jackson. “Hay que suturar, vamos Negro que los cortes son grandes”, dice el doctor, que ya prepara el hilo y la aguja, antes de que su pupilo se enfríe. “Hay que coserlo ahora, y sin anestesia, tengo que llevarlo rápido al vestuario”, pensaba el médico, ocupado en reconstruir el rostro del santacruceño. Al final, en la noche de Monterrey, Castro recibió cinco puntos en el párpado izquierdo y seis en el derecho. “Cuando me vi al espejo, casi que me pongo a llorar. Tenía dos conchas en cada ojo (sic). Pero como todavía estaba caliente, de la adrenalina que llevaba en el cuerpo, ni sentí el dolor de la costura”, grafica Castro, con su ingenio popular a la orden del día.

Había cobrado para el campeonato, pero en el noveno asalto sacó un zurdazo épico que dio vuelta la historia. Jackson se levantaría y caería dos veces más. Pero Castro esa noche fue Rocky Balboa, tal como lo definiría el promotor de la velada Don King. Y se metió de lleno en la historia del boxeo.

A 25 años de la pelea entre Castro y Jackson, esa crónica vuelve a escribirse una y otra vez,  como si la sangre derramada hubiese sido una marca imposible de borrar, porque las grandes batallas están rodeadas de dramatismo, sin sufrimiento no hay gloria eterna. “Menos se entrenaba, más rendía el tipo, es un caso único en el mundo el de Castro”, expresa Raúl Paniagua, entrenador y mentor de Maravilla Martínez. El Roña certifica eso, remarca que solo quince días antes de las peleas se ponía a saltar la soga y se jacta de una cosa: “Yo tenía el físico ideal para boxear, piernas finitas abajo y mucha caja arriba, por eso cuando pegaba, terminaba volteando muñecos”. En diciembre del 94, su mánager Rivero le había conseguido la tan ansiada pelea con Jackson, de Denver, Colorado, un zurdo, de fina estampa, invicto en 32 peleas, ex campeón que había perdido el título en los escritorios por haber realizado una pelea sin la autorización del organismo internacional. “Era mi segunda defensa del título mediano de la AMB que había conquistado ante Reggie Johnson. Yo venía peleando muchas veces por año, es que era un boxeador callejero, me gustaba la guerra”, dice. También le gustaban los placeres nocturnos. Y el dinero así como entraba, se iba. Por eso peleaba cada vez más seguido. De hecho, antes de defender la corona con Jackson, había hecho diez peleas en la Argentina en menos de un año.

La crítica especializada temía por Castro, un boxeador aguantador, astuto y pegador, pero lento y poco disciplinado. Horacio Pagani, enviado especial a Monterrey, escribió un día antes de la pelea en las páginas de Clarín lo defectuoso que había sido el campamento del campeón : “Castro no tiene (ni quiere, seguramente) la infraestructura que Osvaldo Rivero, su mánager, le ofreció a Coggi y a Vásquez, por ejemplo. Llegó a Monterrey acompañado por Oscar Ayala, su complaciente entrenador de toda su carrera, por el doctor Quintero, de Defensores de Belgrano, convocado por él mismo; y por los sparrings Manuel Alejandro y Enrique Areco. Y nada más. No tiene preparador físico. Todo el entrenamiento lo maneja él”. No fue todo, porque en uno de los guanteos previos a la pelea en el gimnasio Sport Medizin, Castro fue duramente golpeado  y acusó una lesión en su codo derecho que no le permitió seguir. “Pareció desganado, lento y contradictorio en la manera de pararse, no se lo vio bien”, escribió el experimentado cronista. En realidad, Castro sabía que estaban grabando sus entrenamientos para la TV oficial y  estaba escondiendo sus armas para confundir a su adversario.

A 600 metros de altura, a 900 kilómetros del Distrito Federal, había una mega velada de boxeo en el estadio de beisbol de Monterrey. Cinco campeones mundiales en una misma noche: Julio Cesar Chávez (vs. Tony López), Félix Tito Trinidad (vs. Oba Carr), Frankie Randall (vs. Rodney Moore) y Ricardo Finito López (Yamil Caraballo). Más el Roña, claro. En verdad se trató de una maratón de 19 combates bautizada por Don King como “El Día del juicio”. Ocho horas de boxeo, con peleas desde las 4 de la tarde hasta pasada la medianoche. Cuando Castro subió al ring, su cara se convirtió en arte dramático. Perdió todos los rounds, salvo el cuarto, y querían pararle la pelea. “Ese era mi temor porque el árbitro Christodoulu  (el mismo de Galíndez-Kates) me miraba a cada rato.  En el séptimo asalto, Rivero y el asesor Luis Spada convencieron al médico de la pelea que me dejara un round más. Pero como en el octavo no pasó nada, seguí hasta el noveno”, comenta Castro. Un round más pedía. Y tuvo dos. Porque en el noveno, sacó una mano de antología poética. Fue una zurda asesina. La mano de Dios, la bautizó él mismo. “Jackson me pegó una al mentón, y me hice el que estaba sentido. Me fui contra las cuerdas y me cubrí la cabeza. Entonces él, que no me veía el rostro, se la creyó y se me vino encima. Fue ahí que le respondí con una derecha. Pasó de largo. Pero volví con la izquierda en cross  y lo enganché justo”.

La escena cúlmine todavía se puede observar en YouTube. En el minuto 18 del noveno asalto, Castro se limpia la sangre en la camisa del árbitro, con oficio y olfato, porque la sangre inundaba sus pupilas. Y un minuto después, sacaría la mano de su vida, la que lo hizo famoso a nivel mundial, la que le permitió, por ejemplo, ser tapa de diario, cuando el país tenía los ojos puestos en Bill Clinton, por entonces presidente de los Estados Unidos que se ofrecía a ser mediador entre Argentina e Inglaterra por las Islas Malvinas, en temas de petróleo y pesca. Pero la sangre derramada merecía un despliegue en portada. Porque ese combate está a la altura de Galíndez-Kates, incluso, historiadores como el fallecido Julio Ernesto Vila, argumentaron que ese triunfo aún hoy es el más grande de un boxeador argentino en el exterior. “Galíndez iba ganando su pelea, en cambio Castro estaba perdiendo feo. Todavía recuerdo una frase del Roña: cada vez que levanto la guardia para cubrirme la mano ya entró y salió”, recuerda el doctor Quintero, quien suele cuidarle las manos a Nehuén, uno de los hijos de Castro, que boxea en Almirante Brown.

Esa pelea del 10 de octubre del 94 fue el combate del año para la mítica revista The Ring, publicación que además incluyó ese combate entre los cien más emocionantes en la historia del boxeo moderno. Pasaron 25 años ya y Castro, más reflexivo, y padre de 15 hijos, cree que su batalla fue una locura. “Sinceramente, esa pelea la tendrían que haber frenado. Hoy en día creo que hay que proteger a los boxeadores para que no sufran más accidentes en la cabeza. Si recibís más de cinco golpes y no respondés, el árbitro tendría que intervenir sí o sí”, confiesa Castro, que propone alguna variante reglamentaria luego de la muerte del boxeador santafesino Hugo Santillán, que falleció en julio, tras haberse desplomado arriba del ring, en momentos de la lectura del fallo. Tanta sangre obliga a repensarse a Castro, que todavía tiene las huellas de las costuras en sus párpados. “Estoy feliz de estar vivo, zafé hasta de una accidente con el auto. Y por suerte, la gente todavía me reconoce. Estoy haciendo unas cosas de trabajo social. Y eso me hace sentir bien, porque no me olvido de dónde vengo. Prometí llevarle el cinturón de campeón al Papa Francisco, ojalá se dé ese encuentro”.

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