Adrián Torrez fue condenado por robo. Pero todos los días iba de la cárcel a un gimnasio a entrenar. Hace 35 días quedó libre. Maneja un remís y se vuelve a perder una elección porque no figura en el padrón.

Por Nahuel Gallota / Clarín

El sábado 15 de abril de 2017, Adrián Torrez (30) subió al ring de «El Bochín», un club de Liniers. En la otra esquina estuvo Jonathan Leyes, su rival. Abajo, sus familiares y amigos de la villa 20 de Lugano, su barrio. Y afuera, sobre la calle, el camión de traslados del Servicio Penitenciario Federal. Un par de penitenciarios lo esperaban para volver a ponerle las esposas, subirlo, y llevarlo a dormir a la Unidad 19 de Ezeiza, una cárcel semiabierta para internos de buena conducta y en periodo de prueba.

«Dos días antes de la pelea me lesioné la mano izquierda y prácticamente peleé en una mano. Fue mi peor pelea. Gané por puntos. Más por estilo que por otra cosa», recuerda Torrez hoy, 30 meses después, en libertad definitiva desde hace 35 días. En este lapso consiguió trabajo, volvió a entrenarse, vivió el superclásico en La Bombonera, pero se volverá a perder algo que por estar detenido nunca pudo hacer: votar. No figura en el padrón electoral.

Esa lesión fue el comienzo de una decisión difícil de tomar. Como ante cada molestia, en el penal sólo le dieron lo de siempre. Lo mismo que a cualquier otro interno: aspirinas y «pichicatas». Para esa misma época, además, se infectó con un virus en la cárcel. Y en agosto de ese año perdió su único sponsor. El que lo bancaba era Quique Antequera, dueño de un predio de La Salada, que fue detenido por asociación ilícita. Con ese dinero podía ayudar a su hija y pagarse los traslados diarios a los entrenamientos; de la cárcel al club, y del club a la cárcel, más las comidas.

Recuperarme de las lesiones me representaba meses, mientras otro boxeador se curaba en semanas. Y ahí pensé en mi situación. Pasa el tiempo, crecés y caes en la realidad: estoy todo lastimado… ¿para qué me voy a seguir haciendo pegar? No quiero llegar a viejo y terminar hablando con las paredes… Yo sentí que por la falta de atención médica iba a ser muy difícil que llegue a mi meta», le cuenta Adrián a Clarín. La charla es en una plaza de Villa Luro, a metros de la agencia de remises en la que trabaja 12 horas diarias, mientras está pendiente del teléfono para salir a buscar pasajeros.

Entonces, entre septiembre de 2017 y 2019, Adrián siguió saliendo todos los días de la cárcel. Dejó de entrenarse para pelear para entrenar a otros. Sólo volvía para dormir. La docencia era lo único que le permitía pagar sus gastos fijos. Su licencia de boxeo dice que peleó, como profesional, ocho veces: seis triunfos y dos derrotas. «A veces miro boxeo y siento una frustración. Llevo dos años fuera del boxeo y eso aún me genera tristeza. Estuve ahí de subir de nivel. No pude superar mi realidad. Me pasaba de estar, el mismo día de la pelea, esperando el permiso o la firma para salir a pelear. O sea que mi cabeza no estaba en el ring. Creo que el sistema me ganó. Me rendí…».

Su cara, su voz y su postura cambian totalmente cuando se le pregunta sobre su presente libre. «Estoy re feliz. Re. Todas las noches y mañanas me acuesto y despierto pensando en el lugar en el que estaba hasta hace poco. En lo que eran las requisas, el frío, pasar hambre y estar sometido a los recuentos y el trato de los penitenciarios». Y sigue: «Salí y me puse a hacer lo más rápido, lo que me solucionaría el día a día. Tenía un auto y me puse de remís. Para no entrar en desesperación. Si pierdo el control, puedo hacer todo mal. Yo me conozco. Empecé de remís, que me genera un mango fijo al fin del día. Con eso resuelvo los gastos fijos. Y ahora sí puedo empezar a pensar en el futuro».

Entre viaje y viaje Adrián cruza a la plaza. Camina, estira las piernas, hace algunos ejercicios. Quince días atrás volvió a los entrenamientos en Leopardi, un club de la zona. También sale a correr a la pista de atletismo del Parque Chacabuco. «Volver a entrenar fue una felicidad; le pegué con unas ganas…¿viste cuando sentís que extrañabas algo? Pero por ahora no pienso en volver a pelear. Sólo le pego a la bolsa, hago la gimnasia y nada más».

Sus próximas metas son ahorrar para cambiar el auto y poder trabajar en Uber (el que tiene es de 2006 y la aplicación sólo acepta a partir de 2011). Y buscar un local para alquilar y armarse su propio gimnasio de boxeo, en el que daría clases en varios turnos al día.

Torrez había empezado a entrenarse a sus 12 años, en un club de Rafael Castillo, La Matanza. En aquellos días vivía con su abuela. Su papá estaba detenido y su mamá creyó que lo mejor era mandarlo con la abuela. Cuando su papá recuperó la libertad, Adrián volvió a la casa de villa 20. Siguió entrenando y empezó a trabajar en la carpintería de la familia. En pocos años sumó 35 peleas amateurs. Ganó 32. El ambiente del boxeo hablaba de él. Le veían futuro.
A los 17 le pintó el primer bajón. O la realidad: entendió que le faltaba mucho para poder vivir del boxeo. Unos amigos del barrio le propusieron robar autos y se sumó a una banda. Nunca dejó de entrenarse ni de cuidarse: seguía sin consumir alcohol, ni tabaco ni drogas. Pero por las noches se rateaba del colegio y salía a robar autos de alta gama. A los 18 recibió un disparo en la espalda. Esa fue la primera pausa en el boxeo. A los meses ingresaría por primera vez al Complejo 1 de Ezeiza.

Salió libre a los tres años. Su libertad duró quince días. Ingresó a Devoto y al tiempo le unificaron causas y lo condenaron a nueve años. En 2012, luego de ser trasladado por tres cárceles, llegó a la 4 de La Pampa. Ahí se enteró de un taller de boxeo. Se anotó y volvió a entrenarse.

«Entrenaba todos los días y sentí que estaba teniendo vida de nuevo; que no era tarde para cambiar y llegar a algo. Por suerte me saqué los berretines de la cárcel y dije ‘Acá me quedo’. Sentí una inspiración. Desde ese momento la condena se me pasó volando», le contó Adrián a Clarín en agosto de 2017. Un periodista y un fotógrafo lo esperaron en la puerta del penal y lo acompañaron a su entrenamiento.

En La Pampa peleó en una exhibición. A los días le dieron la noticia: un promotor estaba interesado en tramitarle la licencia de boxeador profesional. Recién la pudo sacar para 2015. Ya estaba en la 19 de Ezeiza, una cárcel semiabierta. Un entrenador personal lo visitaba dos veces a la semana y hacían manopla y practicaban técnica. A la noche, y por teléfono, le pasaba la rutina física del día siguiente. Adrián hacía pesas con dos latas de mermelada, repletas de material, atadas a un palo de escoba.

Sus compañeros de pabellón lo ayudaban, tomándole el tiempo y haciéndole compañía. Uno de ellos, bien morrudo, se animaba a poner el cuerpo para que guanteara. Así se entrenó hasta sus tres primeras peleas. Las ganó a todas. De cara a la cuarta empezó a salir al club. De lunes a viernes. Las lesiones, más la realidad de tener que dormir en la cárcel todas las noches volvieron a poner una pausa en la historia. Que sigue detenida, pero no apagada.

Foto: Pedro Lázaro Fernández.