Bonavena-Peralta, la pelea con récord histórico de público, amenazas y la primera grieta política sobre el ring del Luna Park

Por Ernesto Cherquis Bialo – Infobae

— ¿ Qué odio los diabolizó antes de la pelea?
— ¿Qué sufrimiento compartido los reconcilió en la extenuación?

Hace 54 años –4 de septiembre de 1965– una pelea paralizó al país desde varios días antes y hasta muchas semanas después. Fue el día en que el Luna Park batió un record jamás superado25.236 espectadores pagaron su entrada (13 millones de pesos de la época, equivalentes a 55.000 dólares) aunque en realidad se calculó que eran casi 30.000 las personas que se hallaban apiñadas en el estadio, más otras 5.000 que al no poder ingresar siguieron la pelea con sus radios portátiles en las inmediaciones de Corrientes y Bouchard.

Tal vez como nunca antes nadie quiso perderse el acontecimiento y miles de aficionados viajaron desde el interior sorprendiendo al viejo sistema de boleterías presenciales pues había que comprar los billetes en persona y eso requería hacerlo con una semana de anticipación. Era un turismo implícito en Buenos Aires, el primero generado por un match de boxeo, como ocurre hoy cuando hay un gran combate en Las Vegas. Al mismo tiempo figuras del espectáculo, del fútbol, de la política, de la televisión y del empresariado aseguraron sus localidades próximas al ring pagando “lo que fuere” con tal de estar…

Oscar “Ringo” Bonavena y Gregorio “Goyo” Peralta configuraban en la época un significante diferente al de dos boxeadores en pugna por una corona nacional, la de los peso pesados que en éste caso exponía Goyo.

 

Bonavena y Peralta resultaban asimétricos, diferentes en todo: desde los estilos y los comportamientos sociales hasta en las ideas políticas de cada cual.

Bonavena era peleador; Peralta boxeador.

Bonavena tenía 22 años, era histriónico, osado, transgresor: “Que lleve la cédula por que después de la pelea no lo va a reconocer ni la madre”, decía.

Peralta tenía 30 años, era discreto, recatado, respetuoso: “Hablaremos sobre el ring, estoy muy bien preparado para hacer una buena pelea”, repetía.

Bonavena venía de hacer diez peleas en los Estados Unidos con una sola derrota ante Zora Folley.

Peralta le había ganado en los Estados Unidos dos veces al retador uno Wayne Thorton y perdido con el campeón mundial Willie Pastrano por una herida en la ceja derecha (6° asalto) por el título mundial de los medio pesados.

Bonavena se había ido a radicar y profesionalizarse a Nueva York sancionado por la Federación Argentina de Box como boxeador amateur –un año de suspensión– por haberle mordido la tetilla derecha a Lee Carr en una pelea durante los Juegos Panamericanos de San Pablo en 1963.

Peralta había sido contratado para pelear en Miami y Nueva York como estrella ranqueada para disputar la corona mundial.

Bonavena era resistido por el público del Luna Park por sus declaraciones peyorativas y soberbias contra sus rivales.

Peralta era amado por su comportamiento correcto y sus austeras manifestaciones públicas.

Bonavena se había concentrado en la “Hostería del Ciervo Blanco” en San Martín (Gran Buenos Aires) e iba a entrenarse al Luna Park sin negarse a concurrir luego a cuanto programa de televisión o redacción de medios se lo invitara.

Peralta se concentró en el hotel “Mon Petit” de Villa Carlos Paz, Córdoba, para estar lejos de todo y trabajar sólo para la gran pelea.

Bonavena, de familia radical, era un gran antiperonista.

Peralta, en cambio, era un peronista agradecido por la ayuda que Perón les había dado personalmente a su familia en 1944 tras el terremoto de San Juan, su provincia natal.

Bonavena quiso subir al ring con una inscripción en su bata que rezaba: “Las Malvinas son Argentinas” .

Peralta hizo esfuerzos para llevar en la espalda de su “robe de chambre”: “Perón Vuelve” o “Viva Perón”.

Bonavena y Peralta fueron impedidos de tales aspiraciones por el empresario Tito Lectoure quien tenía como invitados a varios militares de su amistad, entre quienes se destacaba el Comandante en Jefe del Ejercito, general Juan Carlos Onganía –luego Presidente de Facto– con reserva de una butaca en la segunda fila.

Bonavena no se privó de aludir a la condición de peronista de Goyo en sus entrevistas pero los periodistas preferían no ahondar en tal aspecto.

Peralta era advertido por el cronista circunstancial “que preferentemente no hablara de política en los reportajes previos”.

Esa grieta llegó el ring y estuvo presente en todo el panorama que rodeó al match.

Fue la única y verdadera grieta del boxeo pues predecesores como los casos de Gatica y Prada o Lausse y Selpa, eran todos peronistas

El esperado combate fue reflejado obviamente por la revista El Gráfico (edición 2396). En tal oportunidad escribí entre otras cosas:

“… Nadie dudó del triunfo de Bonavena. Fue amplio, legítimo, bien fundamentado. Publicidad y ruido terminaron a las 23.27 cuando el Luna se llenó de “Dale Goyo”, cuando más de 25.000 personas exigieron la verdad del pleito…”

“… Bonavena denunció con su mirada la intención de un esquema que habría de prolongarse los doce rounds: trabajar sin ansiedad, pensando. No impuso de arranque el ritmo demoledor esperado. No fue en procura de la definición, como contra Rodolfo Díaz. Salió a cumplir un plan. Claro, fácilmente advertible: entrar y salir con cautela, esperar el KO. Trabajar para el KO. Peralta se desorientó ante el planteo. Esperó el desborde para especular con un cansancio que nunca llegó. Y no pudo solucionar el problema…”

“… La pelea se definió en el quinto round, cuando el público comenzaba a impacientarse, cuando el aliento a Peralta se silenció, cuando Bonavena daba imagen de seriedad. Iban 1 minuto y 58 segundos, el cross de izquierda en contra llegó a la barbilla del campeón después de un amarre del propio Peralta. Sus piernas se resignaron y cayó bruscamente. Los ojos se clavaron el rincón de Bouchard y Lavalle. La voz del referí Victor Avendaño resultó débil ante el griterío. La cuenta de 4 segundos en el piso y los otros 4 por reglamento definían el desarrollo del combate. Pero a partir de ese momento aparecía otra virtud en el vencedor: obedecimiento a su plan, continuidad de la obra pergeñada por sus técnicos Juan y Baustista Rago. No fue en procura del golpe final ni aumentó el ritmo; esperó, esperó siempre, madurando el triunfo del que se sentía seguro desde muchos meses antes a la concertación del match…”

“… A partir del sexto apareció el otro Peralta: el guapo. La caída desobedeció a la lógica. Agrandó su figura. Cuando el boxeador estaba “borrado” surgió el hombre, el campeón. El otro Peralta recibió dos manos vigorosas en el sexto y séptimo rounds. Fueron dos cross de izquierda que lo paralizaron. Que lo obligaron a neutralizaciones desesperadas. Que incluso volvieron a hacerle perder la estabilidad. ¿Caer otra vez? No. Peralta solo cae ante lo inevitable… Solo él pudo soportar el directo de derecha y ese nuevo cruce de izquierda del noveno capitulo. Solo él podría aguantar el castigo continuado de los dos últimos asaltos. ¿Caer otra vez?, nunca; por el contrario el minuto final de la décima vuelta en la que se impuso obligó a repetir el “¡Dale Goyo!” desde las populares…”. Ahora regresaremos a la evocación de hoy, 54 años después…

Tras el triunfo por la decisión unánime de los tres jueces, Ringo levantó los brazos y cuando Peralta lo fue a felicitar el rostro antes suficiente se transformó en una mueca de incontenible llanto infantil.

Mientras la multitud dejaba lentamente el estadio y generaba los foros esquineros del debate infinito, Bonavena quedaba consagrado y Peralta sostenía su respetabilidad de guapo y caballero.

Bajo las duchas, la grieta había terminado. Más aún, Ringo lo invitó a Peralta a almorzar a su propia casa o la hosteria del “Ciervo Blanco”, adonde habría de invitar una semana después a la prensa en general.

— “¿Venís Goyo? dale, vení…”, insistió el nuevo campeón.
— “Mañana no, en la semana te llamó”, le respondió el derrotado Peralta, como anticipo a un encuentro amistoso que jamás se llevó a cabo.

Para Ringo, la noche triunfal no habría de finalizar allí pues desde el Luna Park lo acompañamos hasta la casa de su mamá, Doña Dominga. Recuerdo aquel reencuentro:

“… ¡La vieja! ¡La vieja! ¿dónde está la vieja? ¡quiero verla! Eran las dos de la mañana. Su Valiant blanco llegaba con el ruido de la bocina desenfrenada. Quinientas personas lo esperaban frente a su casa. Una barra que se vino a pie desde el Luna seguía despertando a las calles con su canto. Ringo bajó del auto llorando, apartando con sus brazos a la gente que vitoreaba su nombre. Bonavena volvía a su casa con un estuche aprisionado en sus manoplas, adentro estaba el cinturón de campeón. Y era para su madre…”

“Vení, viejita, ¿viste? Aquí está. ¿Te acordás cuando tenía diez años y te dije que iba a ser campeón? Aquí lo tenés. Cuidámelo, como me cuidaste a mí”. Doña Minga no dijo nada, lo tomó tímidamente, lo miró bien y volvió a besar la mejilla castigada de su emocionado hijo.

Afuera, frente al número 2189 de la calle Treinta y Tres seguían los gritos. El barrio estaba despierto y alborozado. Abuelos y nietos, padres e hijos, amigos y curiosos, las luces encendidas de todas las casas en la inolvidable trasnoche de Patricios… Con las vereditas eufóricas y felices. Las vecinas comentaban anécdotas míticas: “¿Se acuerda cuando Oscar era chiquito y en todos los carnavales se disfrazaba de boxeador?”; “¿Y aquella vez que tres muchachones molestaron a su maestra y él solo los peleó a todos?”.

La casa tenía triunfo, los rostros llanto.

Se cantaba: “Somos del barrio, del barrio de la quema/ somos del barrio de Ringo Bonavena…”

Sólo una persona vivía ajena: doña Minga, la madre de Ringo: “Yo lo escuchaba de “contrabando” por la radio. Cuando cayó el otro me puse contenta. No porque podía ganar mi hijo, sino porque pensé que por fin se terminaba la pelea”.

Doña Minga no sabe de KO., ni de títulos, ni de Luna Park. Ella quería solamente que terminara la odisea. ¡Qué le importaba el triunfo o la derrota! “Basta que mi hijo llegue sano a casa, todo va bien”. Comprendí entonces que no hay madres de campeones, hay simplemente madres…

Él estaba sentado en una cama; era su gran noche la de su más significativo triunfo. El cinturón de campeón mientras tanto era triturado por las manos y la mirada. Y la reflexión surgía con seguridad: “Lo voy a defender hasta la muerte; no me lo va a sacar nadie, ¡Nadie!”, juraba Ringo.— “¿Qué pensás de Goyo?”, le pregunté.
— “Es el tipo más guapo que he enfrentado. Te juro que le pegué con todo. Se mantuvo en pie por vergüenza. Otro en su lugar se hubiese quedado a “dormir” después del zurdazo que le metí en el quinto round. Es macho sin grupo”, aseveró.

No puedo seguir hablando con él pues desde la calle siguen los gritos: “¡Que salga! ¡Que salga!”, pedían los vecinos. Y Bonavena salió con los brazos en alto, con sonriente orgullo. Un grupo de muchachos lo lleva en andas toda una vuelta a la manzana. Más gente que se levanta. Más aplausos. Más Bonavena. Patricios no duerme, el barrio está en la calle, los vecinos prolongan el festejo eternizando la noche.

Ya son las tres. Se logra intimidad familiar. El barrio de a poco vuelve a la cama. Aquí en la casa de su madre en Patricios brindis y empanadas.

“… Oscar se despide. El patio de la casona se queda solo bajo el toldo viejo que lo cubre. Sobre una cómoda antigua quedó el cinturón. Está debajo de una gran foto de Oscar. “¿Te acordás cuando tenía diez años y te dije que iba a ser campeón? Aquí lo tenés. Cuidámelo como me cuidaste a mí”. La frase de Bonavena se repite en la garganta anudada de la madre. La gran noche había terminado…”

Triste destino el de éstos hombres cuyo enfrentamiento sobre un ring paralizó al país una noche de septiembre de hace 54 años…

Ellos, tras pegarse hasta la extenuación, cerraron su grieta con mutuo respeto.

Ringo el transgesor, el suficiente, el osado, murió a los 34 años (22 de mayo de 1976) por un balazo de escopeta que le atravesó el corazón al desobedecer las ordenes de Ross Brymer un guardaespaldas del capo mafia Joe Conforte, dueño del prostíbulo Mustang Ranch en Reno, Nevada.

Peralta quien se radicó en Madrid para pelear y cuidar a Perón como custodio y militante, volvió con la pena de haber sido separado por López Rega sin lugar en el avión en el cual regresó el General, pues “hablaba mucho y con gratitud sobre Evita”.

El funeral de Ringo fue en el Luna Park, el estadio que lo vio consagrarse la noche del récord y la grieta y lo despidieron 100.000 personas acongojadas.

El corazón de Goyo Peralta se detuvo sin luchar y murió en soledad a los 66 años en el hospital Italiano de Rosario, el 3 de octubre de 2001.

Las chicanas, las amenazas, la enemistad, los golpes y la grieta no pudieron separarlos; Bonavena y Peralta quedaron unidos en la historia por la gloria de una noche inolvidable.

Archivo: Maximiliano Roldán.